Mierda, había vuelto a despertar demasiado tarde. La pantalla del celular se iba apagando de a poco, entre más parpadeaba, divisaba mejor el número doce en el dispositivo, hasta que dejó de alumbrar y el fondo negro reflejó mi rostro demacrado escondido entre las sábanas.
Había faltado a la cita con Francisco. Tenía seis llamadas perdidas y veinte mensajes en el WhatsApp, los cuales no iba a leer, porque ya sabía de quiénes eran.
Mis labios comenzaron a temblar y mis pupilas se inundaron de lágrimas.
¿Por qué vas a llorar si eres la culpable de que tu vida se esté yendo a la mierda? Tú misma lo estás acabando todo.
Era una fracasada.
Cerré los ojos y dejé salir un gruñido.
Tenía dos días que no veía a mi hijo. Ni siquiera era capaz de salir de la habitación. Qué pésima persona era.
Para nada había servido que implorara con todas mis fuerzas el casarme con Adam Sanders y tener una vida a su lado, no sirvió el suplicarlo antes de lanzarme del puente. Porque ahora que lo tenía, yo misma