Ameline y Prissy estaban en medio del salón Jardín de Azalea, el aire cargado con el aroma de flores frescas y el murmullo de risas que se mezclaba con la música de jazz suave que flotaba desde los altavoces.
Las luces cálidas iluminaban las guirnaldas blancas y rosas que colgaban del techo, y los invitados, con sus ropas elegantes y copas de cristal en las manos, se movían entre las mesas cubiertas de manteles de lino. Ameline, enfundada en el vestido rojo que abrazaba su figura y resaltaba su embarazo de cinco meses, sentía el peso de las joyas en sus muñecas, el collar de diamantes rozando su pecho, y el bolso colgado en su hombro. Cada pieza era un recordatorio del plan que estaban a punto de ejecutar, un peso que se sumaba a los nervios que le apretaban el estómago. Prissy, a su lado, brillaba en su vestido verde manzana, las perlas en los hombros destellando con cada movimiento, la caja grande de regalo a un lado de ella, desapercibida para la mayoría.
Habían pasado casi trein