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Capítulo 5: El dolor que rompe la calma.

​El estruendo de la guerra había sido sustituido por el silencio húmedo y ensordecedor de su habitación. Saija apenas podía recordar haber llegado.

Habían ganado. Lo habían hecho. Los bárbaros se habían retirado con su flota destrozada, sus tropas diezmadas y Talsha era libre, al menos por ahora.

​Se apoyó contra la puerta, dejando caer la espada. El ruido metálico no la hizo inmutarse. Sus movimientos eran lentos, robóticos. Su armadura, golpeada y manchada con la sangre seca de otros, cayó al suelo en un montón.

El traje de cuero que llevaba debajo, rasgado y sudado, siguió el mismo camino. Solo conservó el brazalete de serpiente. El símbolo de su casa.

​Saija caminó desnuda hasta la tina de cobre, donde el agua caliente ya humeaba por el esfuerzo de Babi. Se dejó caer en el agua con un gemido de puro alivio.

El dolor físico era un alivio bienvenido; era real y superficial, a diferencia del peso que sentía en el alma.

El agua caliente le picó las heridas, pero ella no se movió. Se hundió hasta la barbilla, cerrando los ojos.

​Se acabó.

​La guerra había terminado. Su madre y su hermana, a salvo en el exilio, regresarían a casa. Su padre podría descansar, podría recuperarse.

Ella había cumplido su deber.

Las lágrimas se mezclaron con el agua de la bañera. Eran lágrimas de pura extenuación y certeza de victoria.

​—Pensé que te encontraría aquí.

​Saija abrió los ojos. Lucian estaba de pie en el umbral del cuarto de baño, sucio, golpeado, pero vivo y radiante.

Llevaba su armadura desabrochada, revelando el torso musculoso que ella había deseado por dos años. Él tenía cortes en el rostro y en los nudillos, pero la mirada en sus ojos era de un orgullo y una intensidad abrumadores.

​Lucian se deshizo de la parte superior de la armadura, sin romper el contacto visual, y se acercó.

​—¿Te duele? —preguntó, sentándose en el borde de la tina, sin importarle que el agua salpicara su pantalón.

​Saija negó con la cabeza, incapaz de hablar. Él extendió la mano y acarició su mejilla, limpiando una mezcla de sudor y hollín. Su toque fue suave, reconfortante, pero la electricidad entre ellos era tan potente como una tormenta.

​Lucian se inclinó y la abrazó, sin importarle que ella estuviera desnuda y sucia. La abrazó con el cariño de un amante y la lealtad de un camarada de armas.

​—Hemos ganado, compañera —susurró Lucian en su cabello—. Lo hicimos.

Se quedaron en silencio, el único sonido era el crepitar de las velas que iluminaban la habitación con un tono dorado y cálido.

​—Entra —pidió Saija, su voz apenas un susurro, pero firme.

​Lucian sonrió, una sonrisa sincera y satisfecha que hizo que su corazón se acelerara. Se desnudó sin prisa, sus movimientos revelando el mismo cuerpo fuerte y dorado que había conocido bajo la máscara.

​El agua cálida y el olor a salvia y jazmín bailaron alrededor de la pareja. Lucian la envolvió con sus brazos, su cuerpo duro y caliente, presionándola contra su pecho.

​—Tu padre me dijo que eres una guerrera, pero esto... —susurró él, besando su hombro.

​—No hablamos de eso.

​—No. Hablaremos de esto.

Lucian giró suavemente el rostro de Saija, obligándola a mirarlo. Sus ojos grises estaban llenos de una mezcla de admiración y posesividad.

—Eres fuego, Saija.

​—Eres un Darach, estás acostumbrado al fuego.

​—No a este fuego. Esta es la razón por la que te quise esa noche. No fue el champán, ni fue el misterio —dijo Lucian, inclinándose y mordisqueando su cuello con suavidad—. Fue cómo me miraste. Como si yo fuera tuyo para tomar, y tú fueras lo único que yo quería robar.

​Saija gimió ante la memoria, arqueando la espalda, el deseo superando el cansancio.

​—No sé cómo luché hoy sabiendo que tú estabas al otro lado —confesó Saija, la vulnerabilidad filtrándose en su voz.

​—Yo sí sé cómo luché. Luché como un demonio porque sabía que si moría, nunca volvería a tenerte —Lucian se levantó un poco, subiendo la pierna de Saija por encima de su cintura.

​—No hables de morir —pidió ella, con la voz ahogada.

​—Solo si me besas —exigió Lucian.

Y Saija lo besó. Fue un beso lento, húmedo, lleno de la urgencia que sentían por dejar atrás la muerte y abrazar la vida. Sus manos se movieron sobre la piel de Lucian, redescubriendo el mapa de músculos y tensión que había memorizado esa noche hace dos años.

​El encuentro en la tina fue íntimo y salvaje. No había prisa, solo una adoración mutua que era tanto emocional como erótica.

Lucian la tomó con una lentitud reverente, susurrando cuánto la había echado de menos, mientras Saija se aferraba a él, gimiendo su nombre, buscando el mismo consuelo y la misma conexión que él le había dado en medio de la opulencia.

No fue un acto de posesión; fue un acto de vida, de reafirmación contra la muerte.

෴ლ෴

​Horas más tarde, el único sonido en la habitación era la respiración acompasada de ambos.

Estaban en la cama, enredados en las sábanas de seda. Saija estaba profundamente dormida, acurrucada contra el pecho de Lucian, con una sensación de paz que no había conocido en años.

Entonces, un golpeteo resonó en la puerta. Suave al principio, luego más insistente.

​Saija se despertó de golpe, la guerrera en ella tomando el control. Su corazón latía a mil. Se deslizó de la cama, recogió una bata de dormir de terciopelo y se la puso.

​—Ignóralo —murmuró Lucian, despertándose por el movimiento y la luz de las velas. Su voz era ronca por el sueño.

El golpe se repitió. Tres veces, con una urgencia que no podía ignorar.

​—No. Es demasiado tarde para visitas sociales —dijo Saija, sus ojos ya estaban fijos en el rincón. Cogió su arco y una flecha de su carcaj, apuntando hacia la puerta.

​Lucian la vio en acción, sus músculos tensos. Él se levantó de un salto, desnudo, y tomó la espada de Saija, la que estaba apoyada en la pared.

—Retrocede —ordenó Lucian, con la espada lista.

​La cerradura giró antes de que Lucian llegara a la puerta. El rostro que se asomó no era el de un asesino. Era Esmer, con los ojos inyectados en sangre y el cabello rizado desordenado. Parecía visiblemente afectado.

​Saija bajó el arco inmediatamente.

​—Esmer, ¿qué pasa? —preguntó Saija, acercándose preocupada.

​Los ojos miel de Esmer estaban fijos en el suelo, y luego se levantaron para encontrarse con los de Saija. Él estaba temblando.

​—Saija... yo... —su voz se quebró.

​Lucian se acercó a Saija, su mano firme en su espalda.

​—Dilo ya, Kadin.

​Esmer tomó un respiro profundo, y la noticia cayó como una bala de cañón en el silencio de la habitación.

​—Tu madre... la Reina Kesia, ha muerto. Su carruaje fue atacado de camino a casa —apenas podía respirar—. Aaila está muy lastimada, Ija. No sabemos qué pueda pasar.

​En ese instante, el mundo se detuvo.

​Saija no lloró ni gritó. Ella miró a Esmer, luego a Lucian. Sus ojos estaban llenos de una negación blanca y helada.

La paz de la victoria, la pasión; todo se había desvanecido en un instante.

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