2 La marca de la jaula

Capítulo 2

Darian se me quedó viendo. Su mirada era penetrante, indescifrable, y todo mi rostro se puso rojo carmesí por las ideas deshonrosas que acababan de cruzar mi cabeza, ideas de desafío mezclado con una atracción instintiva que no quería reconocer. Esperé, conteniendo la respiración, que no notara el leve rubor que delataba mi confusión. Me levanté de la cama, mi vestido de novia crujiendo, y comencé a mirar a mi alrededor, intentando recuperar algo de compostura.

El cuarto era lujoso, tanto que no tenía que envidiarle nada a ningún hotel cinco estrellas. La cama era inmensa, las sábanas de seda, los muebles tallados con un detalle exquisito. Sin embargo, la opulencia no podía disfrazar la verdad: las ventanas tenían rejas de hierro forjado y el muro lateral bloqueaba por completo cualquier vista del bosque o de la libertad. Era una jaula de oro macizo.

—Escucha claramente lo que te voy a decir —comenzó Darian, su voz baja, pero con un tono fuerte y cavernoso, resonando en la amplia habitación—. Porque cada vez que incumplas una de mis normas, vas a recibir un castigo.

La amenaza, directa y sin adornos, hizo que todo mi cuerpo vibrara, no solo de miedo, sino de algo más: una respuesta hormonal, un escalofrío que era mitad terror, mitad excitación prohibida.

—A partir de hoy, a menos que salgas conmigo, no tienes permitido salir. Un paso fuera de esta casa, de esta puerta principal, ya es salir —me explicó, con una precisión escalofriante, para que no me quedara ninguna duda—. No quiero que por ningún motivo entres en mi estudio privado. Y no se te ocurra comunicarte con nadie fuera. Estás incomunicada.

Tragué en seco. Por la forma en la que me hablaba, con esa frialdad de quien dicta leyes, sabía claramente que no estaba bromeando. Me había convertido en su prisionera. Pero tenía que buscar la forma de comunicarme con alguien fuera. Necesitaba, con una urgencia que superaba el miedo, contactar a mi abuela, comprobar cómo se encontraba y si el chantaje de María había cesado.

—Imagino que sabes que no estoy aquí por propia voluntad —dije, haciendo acopio de toda mi fuerza de voluntad y de mi valor interno, mirándolo con un desafío que me costó caro.

Darian dio un paso atrás, con una actitud estudiadamente desinteresada. Se quitó el reloj de pulsera de acero oscuro, lo depositó sobre la mesa auxiliar y me miró, sus ojos negros fijos.

—Sí, lo sé, y no me importa —Su voz no fluctuó—. Mientras esa señora siga con vida, estás obligada. Y si quieres que sea de esa forma, tienes que quedarte conmigo y acatar mis reglas. Piensa en mí como el guardián de su último aliento.

Vi sobre la mesita de noche el teléfono de la habitación, un aparato de lujo. Lo miré y caminé hacia él con una actitud decidida que Darian no se esperó. Si quería castigarme, sería luego de que yo hablara con mi abuela. Tomé el teléfono en la mano y comencé a marcar el número de mi casa, sintiendo una pequeña victoria. Pero Darian fue más rápido. Lo tomó de mi mano con una rapidez que delataba una fuerza sobrenatural y, sin ningún miramiento, lo lanzó con violencia contra la pared. El aparato se hizo añicos, explotando en una lluvia de plástico y metal que cayó al suelo como fragmentos de mi esperanza. Me quedé solo con el auricular, un trozo de plástico inútil.

—Parece que crees que lo que acabo de decir es una broma —me dijo, su voz ahora era grave y peligrosa. Caminó hacia mí con paso resuelto, su gran cuerpo proyectando una sombra sobre mi rostro—. Espero que comprendas que yo no bromeo.

Después de decir esas palabras, me tomó de la cintura con ambas manos, levantándome del suelo con facilidad, y me sentó sobre la mesa ahora vacía, en medio del desorden de los restos del teléfono. Se acomodó entre mis piernas, su cuerpo duro presionando contra el mío, y en ese momento su comportamiento cambió. Se inclinó y comenzó a oler mi cuerpo de forma desesperada, casi animal. Su rostro se hundió en el hueco de mi cuello e inspiró profundamente, largamente, como si yo fuera una droga vital o el último respiro de aire. Era un acto posesivo y primario, un reconocimiento instintivo.

Luego, su boca fue a ese mismo lugar. Primero, sus labios se posaron de forma ligera, una caricia helada. Luego, sentí un dolor punzante y agudo, una sensación que me hizo jadear. Sus dientes fueron exactamente al mismo sitio en el que estuvieron sus labios antes. No me desgarró, pero fue suficiente para dejar una marca, una punción precisa. Un calor eléctrico se extendió desde ese punto hasta mi columna vertebral. Era un dolor de reclamo, no de rabia.

Darian se echó hacia atrás, el aire entrando y saliendo de sus pulmones en respiraciones agitadas. Apretó los puños a sus costados, las venas hinchándose en sus antebrazos. Sus ojos se veían aterradoramente fieros, ardientes como brasas, pero también se veía contrariado, como si hubiera luchado una batalla interna y hubiera perdido.

—Espero, por tu propio bien, que esta sea la última vez que te atreves a desobedecerme —Su advertencia era escalofriantemente clara. Salió de la habitación con una zancada poderosa, cerrando la puerta tras de sí con un portazo que hizo temblar el suelo.

—Siéntete cómoda en la jaula —se escuchó su voz grave y amortiguada desde fuera—. Créeme, fuera es mucho peor.

Conseguí respirar con dificultad, el aire parecía quemar mis pulmones. Las caricias violentas de Darian y sus amenazas habían dejado mi cuerpo tenso, en estado de shock. Me paré frente al majestuoso espejo de cuerpo entero y me miré. Lo primero que noté fue mi vestido de novia, en sus tonos blanco y rojo, que ahora parecía nieve manchada de sangre fresca. Era una metáfora perfecta para mi situación. Luego mis ojos se desviaron a la marca en mi cuello. Era una mancha roja, dos pequeños puntos. Llevé mi mano allí y la toqué. El dolor era leve, pero persistente, y debajo sentía una extraña pulsación.

Le temo a Darian. Ahora incluso creo que los rumores de que asesinó a su anterior esposa son ciertos. Y, sin embargo, en el momento en el que tocó mi cuerpo y me reclamó con esa marca, todos esos miedos se mezclaron con un calor extraño que no pude reprimir.

—Tienes que estar malditamente loca, Elena Hase —me dije a mí misma, mi voz apenas un susurro de autodesprecio—. Puedes tener ese tipo de pensamientos con cualquiera, pero con él, nunca.

Me recompuse, volviendo a la lógica. Saqué el teléfono de prepago que tenía escondido en el liguero de mis medias, una medida de precaución que ahora era mi única tabla de salvación. Después de un par de timbres, Aaron respondió. Es mi amigo de la infancia, un estudiante de derecho con conexiones, y la única persona en la que puedo confiar. Le pedí el favor de averiguar el paradero de mi abuela. Le advertí con seriedad que no me llamara, que esperara a que yo me pusiera en contacto.

Decidí que era mejor quitarme el vestido de novia, esa prenda de sacrificio. Mi maleta aún no la habían traído, pero vi una bata de baño de rizo de algodón sobre la cama. La tomé y entré por la puerta que parecía ser el cuarto de baño. Y así era: un santuario de mármol y espejos. Me di una ducha, dejando que el agua caliente intentara lavar la sensación de las manos de Darian y la tensión de la marca.

Cuando estaba por regresar a la habitación, lo escuché. Era Darian, definitivamente su voz. Estaba rugiendo, pero el sonido era amortiguado, guttural. No era capaz de comprender lo que decía, solo la rabia salvaje y profunda.

De pronto, se comenzaron a escuchar golpes secos y repetitivos del otro lado de la pared, un sonido sordo y destructivo que no era de muebles cayendo. Me acerqué y vi que el baño tenía otra puerta, una pequeña y discreta. Con sigilo, la abrí, asomándome. Del otro lado, lo vi. Darian estaba golpeando las paredes con una intensidad brutal, un ataque de furia dirigido contra sí mismo. Sus nudillos ya le sangraban; la pared, de yeso y piedra, ya mostraba fisuras bajo la fuerza de sus puñetazos. Su camisa estaba remangada y sus antebrazos se veían rojos y tensos por el esfuerzo. Él volteó la cabeza. Sus ojos ámbar, ahora sin control y ardiendo en una especie de dolor, se encontraron con los míos. Me asusté tanto que corrí de regreso a mi propia habitación.

El corazón me retumbaba en el pecho con tanta fuerza que podía escucharlo en mis oídos. Mi respiración era agitada. Me recosté contra la puerta cerrada, temblando. No sabía aún con certeza qué era lo que acababa de ver, pero una cosa era clara: Darian no solo era un monstruo con sus víctimas, sino que también luchaba una guerra brutal y desesperada contra algo que llevaba dentro de sí mismo.

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