Me senté en el asiento del pasajero con los brazos cruzados tan fuerte que probablemente estaba cortando mi propia circulación.
El motor vibraba. Los árboles pasaban borrosos.
Y Lorenzo Del Fierro, multimillonario, dueño de un jet privado y aparentemente una amenaza para mi cordura, estaba conduciendo su propio coche como algún protagonista dramático de película que olvidó que los aviones existen.
Todavía no podía creerlo.
Me hizo empacar anoche. No explicó una maldita cosa. Apareció en mi puerta y ladró: “Empaca, mañana nos vamos de viaje.”
¿Y ahora?
Estábamos viajando por tierra.
Horas.
Y horas.
De carretera.
Lo miré con resentimiento de lado.
Por supuesto él parecía tranquilo. Manos firmes en el volante, mandíbula apretada, ojos fijos en la carretera como si estuviera escapando de una escena del crimen.
Me hundí más en mi asiento con un resoplido.
“Aún no entiendo por qué no estamos volando,” murmuré, pateando suavemente la alfombra. “Literalmente tienes un jet privado. Un jet, Lor