Raxy hizo un puchero.
Le acomodé el cabello, alisando los mechones que Celeste le había jalado anoche.
“Hey,” dije suavemente, “no pongas esa cara. Vas a tener arrugas antes que yo.”
Raxy no se rió. Sus ojos estaban brillosos, su voz pequeñita.
“¿Por qué no puedes venirte a casa con nosotras? ¡Isla, fueron muy malos contigo!”
Detrás de ella, Rexy estaba en el coche, con las piernas arriba del asiento, discutiendo a gritos en una videollamada grupal como si nada hubiera pasado anoche.
Respiré hondo, controlando la molestia, el cansancio y la furia que aún me quedaba.
“Lo sé,” dije. “Son unos imbéciles. Todos.”
Raxy se mordió el labio. “Entonces, ¿por qué quedarte?”
Puse sus manos sobre mi vientre y forcé una sonrisa. “Porque no estoy aquí por ellos.”
Raxy frunció el ceño, pero entendió, no era tonta.
“De verdad vas a pelear contra todos, ¿no?” susurró.
Encogí los hombros levemente. “Si se meten conmigo, pelearé. Pero no me voy. No todavía.”
Raxy resopló, tratando de esconder que estaba