Celeste tropezó al entrar en el baño, sus tacones golpeando de manera desigual contra los azulejos.
Fue directa al espejo, agarrándose del lavabo mientras miraba su propio reflejo, ojos hinchados, respiración temblorosa y hombros estremeciéndose.
Inhaló bruscamente y buscó en su bolso su labial, pero sus manos temblaban demasiado. El tubo se le resbaló de los dedos. Luego otro objeto. Luego otro más.
“Maldita sea… maldita sea”, siseó, con la voz quebrándose.
En un estallido de frustración, volcó todo su bolso sobre el mostrador: cartera, llaves, su teléfono, maquillaje, todo esparcido por la superficie. El estruendo resonó por todo el baño mientras las lágrimas finalmente caían.
La voz de Amore sonó en su cabeza como una maldición de la que no podía escapar:
“Después de todo, todo es tu culpa. Tu culpa por ser estéril.”
“Después de todo, todo es tu culpa. Tu culpa por ser estéril.”
“Después de todo, todo es tu culpa. Tu culpa por ser estéril.”
Las rodillas de Celeste flaquearon. Se cu