La semana pasó como un soplo envenenado.
Cada día, el dolor en el pecho de Alade se intensificaba como un grito ahogado. La partida se acercaba, el viaje hacia la Montaña de Oro estaba marcado. Y con él, la sensación asfixiante de que todo se escapaba entre sus dedos.
Aun así, había una esperanza tenue, frágil como un hilo de seda: Aaron. Él se había vuelto más cercano, más protector. No la dejaba sola por las noches, reforzaba la seguridad a su alrededor. Como un perro guardián, feroz y contradictorio. Alade veía allí la abertura. El plan tomaba forma. Pero necesitaba el golpe final. Su libertad dependía de eso.
Llegó la víspera de la partida. La convocaron para cargar los navíos. Los brazos dolían. La espalda ardía. Y Heleana observaba, como una serpiente aburrida.
"¿Cómo está mi hermano?"
preguntó Alade, dejando una caja en un rincón. Heleana arqueó una ceja.
"¿Y por qué lo sabría?"
"Colen te mandó cuidarlo."
"¿Ah, sí? ¿Y cómo sabes eso?"
"Lo supuse."
Heleana rió por lo bajo.
"Te e