Astar y Alade se alejaron todo lo que pudieron de la aldea en ruinas, cruzando escombros como sombras silenciosas. El bosque, aunque a la vista, parecía siempre distante.
Agotados, se detuvieron al lado de una vieja casa abandonada. Astar no perdió tiempo: inspeccionó el lugar con ojos de depredador. Cuando volvió, los hombros rígidos denunciaban que no había nadie cerca.
Alade no resistió. Se lanzó a sus brazos, el pecho agitado, el corazón apretado.
“Dioses… pensé que nunca volvería a verte” susurró con la voz temblorosa, quase infantil.
El hermano la envolvió en un abrazo fuerte, anclándola en medio de aquel mundo en colapso.
“Apuesto a que nunca estuviste tan feliz de verme.”
“No.” Y los dos rieron, aunque el dolor rondara la alegría como una sombra persistente.
“¿Cómo me encontraste?”
“Me embarqué en un viejo barco clandestino” empezó él, jadeante. “Pasaron… unas cosas en el camino. Terminaron quedándose atrás. Y vine solo. Llegué hace casi dos semanas. Cuando vi esta aldea, noté