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Despertar en sus brazos sólo me hizo volver a llorar. Me acurruqué contra su pecho, la cara junto a su piel cálida. Me acarició las mejillas amoratadas y me estrechó en silencio, besando mi pelo.

—Tu hermana tiene razón, mi señor —murmuré con voz entrecortada—. Esto no puede seguir así.

—Comprendo—dijo con amargura—. Quieres marcharte.

—Quisiera que te decidas, mi señor. Tus dudas son la raíz de todo esto.

—¿Qué me decida? ¿A qué te refieres?

Rocé su pecho bajo la clavícula, la piel tersa, intacta.

—¿Acaso no hallaste a tu compañera?

—Claro que sí. Eres tú.

—¿Entonces por qué no llevas la marca de los lobos imprimados?

Hizo una inspiración temblorosa y luché por no dejarme conmover.

—Si en verdad te propones hacerme tu esposa, podrías probarlo desposándome hasta que tenga edad de que nos casemos. Si no puedes o no te atreves, quiero convertirme en una verdadera mujer de servicio, cumplir mis horas aquí y

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