La gran mansión en Veracruz se sumió en el silencio de la noche, un manto de quietud que apenas se rompía por los sonidos lejanos del océano. Yago y Nant habían subido la escalera, cada uno sumergido en sus propios pensamientos después de las llamadas telefónicas y la inusual cena en la cocina. La atmósfera entre ellos, que había oscilado entre la camaradería y una tensión palpable, ahora se asentaba en una expectación silenciosa. Entraron en la suite, las luces tenues ya preparadas por Albert, invitando al descanso.
Nant se dirigió hacia su lado de la cama, mientras Yago se movía con una lentitud inusual hacia el suyo. Ambos estaban ya en sus pijamas, los mismos que habían usado para la cena, el lujo de las sábanas de seda envolviéndolos. Una tenue luz nocturna, apenas un resplandor en la esquina de la habitación, rompía la oscuridad, creando sombras suaves que danzaban en las paredes.
Yago estaba de espaldas a ella, su figura imponente apenas discernible en la penumbra. Nant, acosta