Mundo ficciónIniciar sesiónCapítulo 8
Isadora caminaba siguiendo al camarero que la guiaba hasta la mesa reservada. Estaba tensa, pues necesitaba casarse, de un modo u otro. El sonido de los cubiertos, de las conversaciones bajas y de la música a su alrededor parecían estar distantes… casi como un eco apagado en sus oídos. Al acercarse, vio que la mesa solo tenía a una persona. Un hombre. Él acababa de sentarse, ajustándose el saco cuando, instintivamente, alzó la mirada, sintiendo una presencia. Y en ese exacto segundo… Sus ojos se encontraron con los de ella. Por unos instantes, el tiempo simplemente se detuvo. El aire escapó de los pulmones de ambos. Ella quedó completamente paralizada, mirando ese rostro. La misma presencia dominante, magnética, imposible de ignorar. Él apretó el borde de la mesa, sintiendo todo su cuerpo tensarse. Sus ojos azules sorprendidos, como si su mente se negara a creer lo que estaba viendo. —Isadora Ribeiro… —susurró para sí mismo, incrédulo. Ella tragó saliva, incapaz de moverse, de hablar, siquiera de respirar bien. No sabía su nombre… no sabía quién era… Una lágrima gruesa y caliente subió sin permiso, quemando sus ojos. Parpadeó varias veces, intentando contener, pero su pecho se apretaba tanto que parecía imposible sostener. ¿Cómo podía el destino ser tan cruel? Justo ahora. Justo ahora… que había conocido oficialmente a su prometido. Ahora que ya no había vuelta atrás, que estaba atrapada en ese acuerdo, en ese matrimonio arreglado que era su única salida. Y allí estaba él. El hombre que su cuerpo nunca olvidó. El hombre que le robó su primera vez, sus pensamientos… sus sueños… y, de alguna manera, parte de su alma. Su pecho subía y bajaba rápido. Su corazón latía tan fuerte que parecía llenar todo el restaurante. Alexander no apartaba la mirada, su mandíbula estaba tensa, y su mirada oscilaba entre el choque, la incredulidad y… deseo. Deseo. Sí. El mismo deseo insano que Alexander consumió aquella noche, y que, en ese instante, volvió a incendiar cada célula de su cuerpo. Isadora apretó el bolso contra su cuerpo. Sus piernas temblaban. ¿Qué hacía ahora? ¿Cómo mirarlo… y simplemente fingir que no lo conocía? El destino, una vez más, mostraba… que no había forma de huir de él. Alexander se levantó tan bruscamente que la silla casi se cayó. Sus ojos bajaron directamente a su mano… el anillo. El mismo anillo que vio esa noche. Una alianza. ¿De compromiso? Todo su cuerpo se endureció. La respiración se atascó en su garganta. No… no puede ser. Ella estaba inmóvil, conmocionada, pálida. Y fue entonces cuando Alexander notó un movimiento detrás de ella. Su mirada se desvió más allá de los hombros de Isadora… Y allí estaba. Ethan. Solo. El mundo de Alexander se derrumbó de golpe. La sangre se le fue del rostro. “¿Ella… ella es… la prometida de mi hijo?” —No es posible… —gruñó bajo, ronco, con tanto disgusto que parecía que las palabras quemaban su garganta. Isadora se llevó la mano a la boca, con los ojos abiertos de par en par, sintiendo que su alma se desplomaba en el vacío. Eso… no… no podía estar pasando. La desesperación fue más rápida que cualquier pensamiento lógico. Giró rápidamente y corrió hacia la salida. —¡Isadora! —llamó Ethan, confundido, sin entender nada, apresurándose tras ella—. ¡¿Qué está pasando?! Pero antes de que pudiera alcanzarla, Alexander pasó junto a él como un huracán. Empujó sillas y mesas en el camino, casi atropellando a quien estuviera en su trayectoria. —¡ISADORA! ¡PARA AHORA! —Su voz grave, poderosa, cortó el salón como un trueno, haciendo que todas las miradas se volvieran hacia esa escena. Ethan se detuvo en medio del restaurante, boquiabierto, viendo a su padre e Isadora desaparecer por la puerta. —Pero… ¿qué diablos… qué está pasando aquí? —refunfuñó, absolutamente perdido, mirando alrededor, buscando respuestas que no existían. —¡No vas a huir de nuevo! —gritó Alexander, corriendo tras ella. Isadora cruzó la calle, sin mirar lo que tenía frente a ella. Las lágrimas nublaron su visión, por la creciente desesperación, por el nudo sofocante en su garganta. El sonido de los autos, de las bocinas, de la gente… todo parecía distante, apagado. Solo escuchaba el ruido de su propio corazón latiendo frenéticamente en su pecho. Y entonces… Sucedió lo inevitable. Un auto apareció en la curva. El conductor intentó frenar, giró el volante, pero fue inútil. El sonido de los neumáticos chirriando atravesó el aire, seguido de un golpe seco. —¡ISADORA! ¡NO! —Alexander gritó, pero era demasiado tarde. El cuerpo de Isadora fue lanzado varios metros hacia adelante con el impacto del auto. Cayó con fuerza sobre el asfalto. Por un segundo, nadie se movió. El conductor saltó del auto en pánico, con el celular en las manos, temblando. —¡Dios mío! ¡No la vi! ¡Apareció de la nada! ¡Voy a llamar a una ambulancia! —dijo, desesperado. Pero Alexander… Alexander sintió que su corazón se detenía. Todo el mundo pareció encogerse hasta solo existir ella. Tirada en el suelo. Inerte. Y entonces corrió. Cruzó la calle como un loco, empujando a quien estuviera en su camino. Se arrodilló a su lado. —No… por favor, no… —murmuró. Ella estaba pálida, los ojos cerrados, los labios entreabiertos. Una línea de sangre en la comisura de su boca. —Mi ángel… escúchame, por favor… dame una señal… —decía, acariciando su rostro con desesperación—. Quédate conmigo, Isadora… Escuchó las sirenas a lo lejos. Alexander la sostuvo, se agachó, apoyó su frente en la de ella. Su corazón latía descontrolado. Sintió su respiración. Estaba viva. Pero inconsciente. —Te busqué por tanto tiempo… —susurró, con los ojos cerrados—. Y ahora que te encontré… Las luces rojas y azules de la ambulancia estaban cerca. —¡ESTÁ AQUÍ! ¡NECESITA AYUDA! —gritó el conductor, corriendo al encuentro de la ambulancia. Alexander no se movía. Seguía allí, arrodillado, protegiendo a Isadora con su cuerpo, como si pudiera protegerla del mundo entero. Y así fue como Ethan los encontró. Su padre… de rodillas en el asfalto… con Isadora en sus brazos. Ethan se congeló sin entender… —Qué… qué demonios está pasando aquí…? —susurró, completamente perdido. *** Hospital Presbiteriano de Nueva York – Sala de Emergencias Las puertas se abrieron violentamente cuando los paramédicos entraron, empujando la camilla con Isadora inconsciente. Alexander venía justo detrás, jadeante, con el rostro en estado de shock. —Señores, necesito que esperen aquí —dijo una enfermera, intentando detenerlo. —¡Yo voy con ella! —gruñó Alexander, su voz grave, autoritaria. —No puede. El médico ya está en camino, vamos a atenderla —insistió la enfermera, firme. Él se detuvo. Su pecho jadeaba como si hubiera corrido miles de kilómetros. Sus ojos clavados en la puerta por donde la llevaron.






