La vida a veces puede resultar monótona o aburrida, para alguien que tiene rutinas establecidas y que nunca sale de ellas, pero no para mí.
Siempre me he considerado una persona muy paciente, soñadora y positiva, quizás por eso siempre he atraído las cosas buenas a mi vida.
Con tan sólo dieciocho años ya tenía mi propio negocio, con la ayuda de mi abuela Anaella, a la que adoraba, teníamos una pequeña pastelería en el centro de Versalles, la ciudad en la que vivíamos. Lo cierto es que yo no nací en Francia, soy española, pero mi padre y toda la familia de este era francesa, así que, cuando cumplí dieciséis años me vine a vivir con mi abuela, dejando atrás mi preciosa casa en Galicia, y decidí probar suerte en un lugar donde nadie me conociese.
Nuestra pastelería se llamaba Le gran croisant y tenía bastantes visitas.
Desde pequeña siempre tuve buena mano con la pastelería, cosa que me venía de familia, pues mi abuela fue una gran repostera con marca propia durante 20 años de su vida, hasta que se vio obligada a venderlo todo para mantener a su familia, y pagar las deudas que mi abuelo dejó atrás.
Ahora, casi 40 años después, le había devuelto la ilusión a esa ancianita entrañable, con la que solía pasar las vacaciones de verano durante toda mi vida.
Al principio la vida en la ciudad fue dura, pero gracias a mi familia por parte de padre, y a mi mejor amiga Colette, había conseguido hacerme a mi nuevo lugar.
Personalmente, siempre me he considerado una persona muy inquieta, en busca de nuevas metas, así que sabía que la pastelería no sería el final, sino el principio de algo distinto y novedoso.
Tengo que admitir que nunca fui como el resto de las chicas de mi edad, no estaba interesada en los chicos, mi vida siempre fue mucho más importante que eso.
Mi padre murió cuando yo tenía siete años, en un accidente de avión, cuando iba a visitar a unos clientes en el sur de España, mamá volvió a casarse, pero no tuvo más hijos, siempre estuvimos separadas después de ese momento, pues ella viajaba mucho por trabajo. Me crie con Sonia, mi tía, que adoraba el arte, la historia y la filosofía.
Recuerdo su casa, era una enorme mansión de dos plantas, que su esposo, un héroe de guerra le dejó en herencia, y cómo no tenían hijos, no tenían a nadie más con quién compartir su fortuna y sus logros. Y así fue, como poco a poco me fui empapando de aquel mundo tan distinto, con ideologías políticas y religiosas, admiración al arte y la historia de nuestro país y parte de Europa.
A los dieciséis años, después de la muerte de mi tía, lo único que pude hacer fue escapar a otro lugar, dejar todo lo que amaba, con una considerable suma de dinero a mis espaldas, pues mis tíos me dejaron dinero suficiente para que tuviese un futuro cómodo, y dejando todo lo demás a la iglesia a la que tantos años habían sido devotos.
Usé el dinero en el viaje a Francia, en la tienda que creé con mi abuela, e incluso me sobraba dinero aún para vivir.
Siempre fui una ahorradora, así que no me iba mal.
Aquella tarde, después de dar un cálido beso a mi abuela en la mejilla, salí de detrás del mostrador, despidiéndome del resto de empleados, dirigiéndole una gran sonrisa a Colette, que venía a recogerme, como cada viernes.
Colette era historiadora en un museo, hacía visitas guiadas a los turistas y les contaba la historia detrás de cada zona famosa de la ciudad. Era la mejor. Y al igual que yo, también tenía cierto interés por la historia, aunque lo suyo era peor, casi rozaba la locura. Estaba obsesionada con la monarquía francesa, desde Luis XV hasta nuestros tiempos.
Es justo que haya un tonteo entre dos personas que se gustan, pero, sinceramente, siempre me ha gustado más el que se produce de forma más sutil.
Me gustan los hombres reservados, con un punto de misterio. De esos de los que siempre quieres descubrir más, a pesar de que no es fácil llegar a él. Como si fuese un reto, algo difícil. Quizás porque yo me consideraba exactamente igual. Por esa razón no tenía novio, era tan inaccesible para los chicos de esta época, que perdían el interés antes incluso de intentarlo.
Acepté una copa de champagne de uno de los camareros que pasaba por allí y luego me di una vuelta por el lugar, dejando a mi amiga hablando con aquel tipo.
“La monarquía francesa” – podía leerse en un letrero que había junto a la vitrina principal. Me acerqué a esa y observé los libros que hablaban sobre ella, en el interior, sin que nadie pudiese tocarlos. Pero había uno que si podía ser ojeado por los visitantes, se encontraba al final de la estancia, en un atrio de madera, abierto por una hoja al azar.
Ni siquiera le presté atención, estaba más ocupada mirando hacia el cuadro del famoso Rey Luis XVI. Lo habían representado de forma muy diferente, al resto de pinturas que se guardaban sobre él. En vez de tener el cabello rubio platino, como en la mayoría de ellas, tenía el cabello castaño claro, ojos grises, el cabello lacio peinado hacia atrás, rostro alargado y un pequeño hoyuelo en la barbilla. Lucía una camisa blanca con chorreras y una chaquetilla negra encima, miraba hacia un lado, junto a la ventana.
¿Por qué le habían dibujado tan diferente de la realidad? La mayoría opinaba que aquel rey, alias el delfín, era rubio, con rasgos finos y ojos azules. Entonces… ¿por qué aquella representación se alejaba tanto de la realidad?
Luis XVI se casó con María Antonieta, de Austria. Seguro que habéis oído hablar de ella.
Seguí avanzando, sin tan siquiera mirar hacia el retrato de la muchacha, fijándome entonces en el letrero que había junto al libro.
“Libro de los Reyes” – podía leerse en el título – “Encontrado en los aposentos de la reina, después de ser acusada de traición y encerrada como una vulgar criminal. Data del año 1520, pero los investigadores creen que es incluso más antiguo. Es altamente curioso que esté escrito a mano, a partir de la segunda mitad del libro. Los entendidos, aseguran que era la letra de la mismísima reina”
Agarré una de las hojas, pasándolo delicadamente, leyendo lo que en él estaba escrito, pero era un lenguaje demasiado inentendible, incluso para mí que sabía francés antiguo.
Retiré el dedo con rapidez, tan pronto como me percaté de que me lo había cortado con la afilada hoja, sin poder evitar que una gota de sangre cayese directamente sobre la hoja actual del libro.
Lo miré, horrorizada, observando como penetraba en él, esparciéndose, emborronando la hoja.
La pasé con rapidez, horrorizada, pues quería cerciorarme de si había estropeado también alguna otra hoja, pero al hacerlo me sorprendí al no hallar nada. Volví entonces a la hoja anterior, observando como la gota de sangre había desaparecido, como si nunca antes hubiese estado ahí.
Miré hacia mi dedo, buscando el corte que aquel libro me había ocasionado, observándole allí. No lo había imaginado, así que … ¿qué demonios estaba sucediendo?