No soportaba seguir observando desde lejos.
Lucía reía. Con Matías.
Esa risa suya —ligera, cálida, auténtica— no tenía por qué provocarme esta rabia contenida, pero la provocaba.
No era que no pudiera verla feliz. Era que no podía verla feliz con otro.
Tampoco ayudaba que Camila se hubiese aferrado a mi brazo como si fuera una extensión del vestido caro que llevaba. Su aparición había sido tan inoportuna como calculada. Me conocía demasiado bien: sabía que en público no haría una escena. Que mi educación era una barrera que ella podía manipular.
Pero esta vez no.
Esta vez no iba a quedarme al margen como un cobarde.
—Discúlpame —le dije a Camila sin mirarla, con un tono tan cortante que incluso ella soltó mi brazo por reflejo. No le di tiempo de responder.
Mis pasos fueron firmes, seguros, decididos.
Sabía que estaba cruzando un límite, pero no me importaba. Ella era mía. Aunque no lo supiera aún, aunque tratara de ocultarlo detrás de su sarcasmo, aunque fingiera que podía reírse de o