42. Falsedades.
Amina parecía una leona furiosa dentro de su habitación. Todo volaba por los aires: cojines, libros, perfumes, vestidos. Su rabia no conocía límites. La noticia que acababa de recibir la tenía al borde de la locura. Su padre había entrado a su habitación con el ceño fruncido y la voz cargada de decepción para informarle que el jeque —su prometido— asistiría mañana a una reunión crucial donde, al parecer, anunciaría la ruptura del compromiso.
—¡Esto es inadmisible! —había tronado él—. Me prometiste que sabías manejar a ese hombre. ¿Y ahora qué? ¿Se te va de las manos como si nada? Dejaste que una simple alemana pusiera todo en su lugar. ¡Pensé que te había educado mejor!
La mujer lo miraba, boquiabierta y enardecida.
—Te fallé… perdoname, no quiero perderlo.
—Pensé que eras una mujer de acero —continuó su padre con desdén—. Pero solo eres una flor más, una de esas que se marchitan con la primera tormenta. Débil. Como tu madre.
Esa comparación fue el golpe final. Amina se giró hacia él