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Ahmose entró en Menfis a la cabeza de sus hombres. No fue un regreso triunfal. Fue un regreso de fantasmas. Sus túnicas estaban rotas y sus escudos abollados y las heridas aunque vendadas eran un testimonio de la brutalidad de la emboscada. La gente del pueblo que antes los había aclamado ahora los miraba con ojos llenos de asombro y miedo. Murmullos corrieron entre la multitud como la arena del desierto.
—¡Es un milagro! —gritó un hombre.
—¡El sargento Ahmose ha vuelto! —gritó una mujer.
Ahmose cabalgaba con la cabeza alta. Su rostro estaba cubierto de polvo y el cansancio era evidente pero sus ojos brillaban con una furia que la multitud no podía ver. Sabía quién había hecho esto. Y lo pagaría.
Llegaron al palacio. Los guardias que habían sido cómplices de la traición y que sobrevivieron en la emboscada los miraron con ojos culpables. Uno de ellos bajó la mirada, incapaz de enfrentarse a la intensidad de los ojos de Ahmose.
—Dile al Faraón que hemos regresado —dijo Ahmose.
El gua