Baketamon llegó al muelle solitario, siguiendo las indicaciones del comerciante. Era un tramo de la orilla apartado del bullicio principal del puerto, donde solo unas pocas barcazas viejas estaban amarradas y la vegetación crecía más salvaje. El tamarindo que le habían descrito se alzaba, oscuro y vetusto, sus ramas nudosas extendiéndose sobre el agua como brazos en oración.
Se sentó en una roca cercana, tratando de mezclarse con el paisaje, de ser una parte más de la quietud del anochecer. La cesta vacía descansaba a su lado, un disfraz frágil. Cada minuto que pasaba era una eternidad. La tensión se acumulaba en su pecho, un nudo frío y apretado. Pensó en Nefertari, en la fe ciega que había depositado en ella, en la osadía del plan que habían fraguado. Si fallaba, las consecuencias serían impe