Ahmose se dirigía al gran palacio de faraón. El camino estaba lleno de gente, mercaderes con sus burros cargados de mercancía, niños jugando, y soldados patrullando. El contraste entre la vida bulliciosa de la ciudad y la seriedad del ascenso que le hizo pensar. Nunca había entrado al palacio del faraón. Lo conocía desde lejos, un imponente edificio de piedra caliza que brillaba bajo el sol del desierto, pero no imaginaba la grandiosidad del interior.
Al llegar, un guardia con una armadura de cuero y un casco de bronce lo detuvo.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Ahmose, sargento de la legión de Menfis. El faraón me ha llamado.
El guardia lo examinó de pies a cabeza, y luego hizo una seña a otro soldado para que lo acompañara. Cruzaron varios patios, llenos de jardines con palmeras