El aire era frío y húmedo, pero no de ese frío seco que se cuela por las rendijas de las ventanas ni de ese rocío suave que refresca la mañana. Este era un frío vivo, denso y pesado, que se pegaba a la piel y parecía congelar la sangre en las venas. A cada inhalación, la humedad impregnaba los pulmones con un sabor metálico, como si la montaña misma sangrara y su esencia estuviera mezclada con la muerte.
Las Montañas Negras se alzaban imponentes ante los ojos de la expedición, una muralla oscura que parecía absorber toda la luz del sol, incluso en aquella fría mañana. Los picos afilados se recortaban contra un cielo plomizo y cubierto de nubes bajas que se arrastraban entre las crestas como serpientes de humo negro. Un viento frío recorría el valle, portando susurros distorsionados, como lamentos ancestrales que se mezclaban con el crujir de las