La marcha hacia Luminaria no era solo un trayecto físico; era un retorno al latido mismo del hogar, al calor de los rostros que extrañaban, a la tierra que los había formado y que esperaba sus pasos con ansias contenidas. El aire fresco y húmedo del sur parecía envolverlos como un abrazo, disipando el frío y la niebla que los habían acompañado en las heladas tierras del norte.
Lykos caminaba con la postura firme que solo la experiencia podía conferir, su pelaje ligeramente humedecido por la escarcha que aún persistía en las montañas lejanas. A su lado, Vania sujetaba con ambas manos su cristal de visión, cuyos destellos azulados titilaban como estrellas diminutas atrapadas en el interior de la piedra. Sus ojos no solo veían el camino, sino que también rastreaban cualquier vestigio de oscuridad que intentara seguirlos.
—¿Sabes qué es