Capítulo 03
Mis ojos sí que estaban bonitos, y más de una persona los había elogiado. Mis ojos brillaban como las esmeraldas más finas.

Como esposa del Capo, solo saber pintar no era suficiente. No quería ser una flor protegida, quería ser una ayuda para Samuel en su camino al éxito. Por eso había dejado el pincel, y, cuando él no estaba en el grupo, yo me encargaba de los asuntos familiares. Mi mirada también se volvió más astuta.

Sin embargo, Samuel solo pensaba que yo era una niña buena que se quedaba en casa todo el día, bien arropada por todos.

Por su parte, Daniela, que recién regresaba al país, era más femenina.

Samuel por fin metió los globos oculares en el formol, no pudo evitar sonreír diciendo:

—Daniela, pronto te cumpliré tu último deseo.

Perdí la conciencia de nuevo. Anita sintió que estaba rara, y no pudo evitar hablar para explicarle a Samuel por mí.

—Capo, la señora nunca mentiría. Por favor, vaya al estudio de la señora. En el retrato de este año que le estaba preparando la señora ya había pintado a su hijo. Pensaba darle la sorpresa en su cumpleaños.

—¿Pintura? La última vez que Daniela vino a casa a jugar, acampamos en el jardín. Dijo que tenía frío, esas pinturas no servían para nada ahí, así que las usamos para hacer una fogata.

—¡¿Qué?! Capo, ¡eso era trabajo de años de la señora, y también su retrato...! —exclamó Anita, sin poder evitarlo.

—¡Ya cállate! Anita, ¿acaso has olvidado que eres sirvienta de la familia Salinas? Tu padre no es más que un simple soldadito. No confundas quién es el patrón —repuso con enojo, antes de arrojar la copa de vino al suelo.

Anita, asustada, se arrodilló frente a él, temblando.

Toqué el hombro de Anita, le di unas palmaditas, dije suavecito:

—Lo siento, Capo, no la eduqué bien. Me disculpo por ella, pero Anita solo estaba bien preocupada por mí. Esas pinturas, si las quemaron… ¿ya qué?

Una sonrisa torcida se dibujó en la comisura de mis labios. Su corazón ya le pertenecía por completo a Daniela, así que en verdad ya no importaba.

Quería que Samuel de verdad se alegrara por mi embarazo. No quería utilizar a la criatura como un pretexto para que regresara conmigo.

Sin su amor, esas pinturas de verdad no eran más que trozos inútiles de tela; usarlas para prender una fogata era lo único que Samuel podía imaginar para ellas.

Samuel se quedó medio atontado al escuchar cómo acababa de referirme a él. Era la primera vez, desde que nos habíamos casado, que lo llamaba «Capo», tal y como hacían sus hombres.

Pero, al ver que no volvía a llevarle la contra, Samuel no dijo nada más y soltó en dirección a sus guardaespaldas:

—Manden ahora mismo cien velas y diez mil rosas.

Solo podía pensar en entregarle mis ojos cuanto antes a Daniela, quien ya no estaba.
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