Anita se esforzó por levantarse, deseando poder ayudarme a incorporarme. Apenas logré levantar mi cuerpo cuando sentí un dolor que me caló en la parte baja del abdomen.
¡Mi hijo! Al sentir que la vida en mi vientre se extinguía, no pude evitar entrar en pánico.
Por culpa de un capricho de Daniela, yo ya no tenía ojos, ¿y ahora también me iban a quitar a mi hijo?
Reuniendo todas mis fuerzas, levanté la mano en la dirección en la que se había ido Samuel, tratando de alcanzarlo, luchando contra el dolor para hablar, desesperada:
—Samuel, salva… salva a nuestro hijo. ¡El niño de verdad se va a morir!
Traté de controlar mis temblores para decir aquella frase completa, pero los pasos de Samuel se oían cada vez más lejos. Toda su atención estaba en mis ojos, mientras murmuraba:
—A Daniela le encantan las rosas. Hay que hacer una caja de cristal, llenarla de rosas, y meter los globos oculares dentro. Daniela seguro se pondrá más que feliz. Ahora tengo que buscar un poco de formol para conservarlos.
Sin embargo, no me di por vencida y dejé caer la mano, hasta que ya no pude escuchar la voz de Samuel.
Él, antes, no era así. En ese entonces todavía no era capo, sino que simplemente era el hijo bastardo que la familia Salinas había recuperado, quien trabajaba de soldadito de bajo rango en el casino de la familia.
En un encuentro casual, me enamoré de él a primera vista.
Él era increíblemente bueno conmigo, se preocupaba cada vez que yo veía alguna escena sangrienta. Incluso, cada vez que salía a pelear, se limpiaba las heridas fuera, antes de cambiarse la ropa manchada de sangre y volver a casa, diciendo:
—Lola, tus ojos son hermosos. Te juro que te voy a proteger. Voy a hacer que solo veas cosas bellas para siempre.
Sin embargo, el mismo que me había hecho esa promesa, hizo que la última imagen que vieran mis ojos fuera: cómo él me los sacaba para dárselos a otra.
Sin anestesia ni analgésicos, mis cuencas, palmas y vientre, todo me dolía a morir, pero, en ese momento, sentía clarísimo que el corazón me dolía diez mil veces más.
«Samuel, ¿decidiste que ya no me quieres?»
Al final me desmayé del dolor. Incluso, llegué a pensar que moriría así, pero la realidad fue peor. Cuando desperté lo hice completamente adolorida.
La oscuridad frente a mí me llenó de pánico, grité estirando las manos, rasguñando el aire, hasta que de pronto me acordé de que ya me habían quitado los ojos.
Anita, llorando, me agarró las manos para consolarme, y yo, poco a poco, me calmé en sus brazos.
Mi palma estaba vendada, Anita se había golpeado la cabeza hasta sangrar mientras le rogaba a Samuel:
—Si sigue sangrando así, la señora de seguro morirá.
Al final Samuel accedió a que me vendaran.
Sabía que Samuel ya había regresado al cuarto, lo había escuchado cantando. Se oía bien contento.
—Samuel, ¿todavía te acuerdas de mi sueño? —pregunté con voz débil.
—¿Sueño? ¿Todavía tienes sueños? Si tuvieras los tuvieras, no te habrías puesto como un puerco —respondió Samuel sin pelos en la lengua.
Extendí la mano para tocar mi vientre. En mi abdomen ya un poco abultado llevaba a nuestro hijo por nacer, pero ya no sentía sus latidos. Y su padre ni siquiera se molestó en saber de él, prefería creer que no era más que grasa acumulada.
Mi sueño era ser pintora, plasmar en papel todos los paisajes hermosos que veía, pero ahora era incapaz de ver.
Una vez, Samuel me había prometido que cuando se convirtiera en el capo más poderoso de la mafia de la Costa Oeste, me haría una exposición, que viajaría por todo el país y hasta por todo el mundo.
Yo también le había prometido que cada cumpleaños le pintaría un retrato, hasta que su cabello se llenara de canas, convirtiéndose en el Don más viejo de la mafia de la Costa Oeste.
Un mes atrás, el médico me había dado la noticia de que estaba embarazada.
Originalmente, había pintado a mi bebé en el retrato de cumpleaños de este año; pensaba darle así la sorpresa en la fiesta de cumpleaños de Samuel el mes entrante.
Pero entonces Daniela regresó.