El Capo de la Mafia Me Quitó los Ojos por Su Primera Novia
El Capo de la Mafia Me Quitó los Ojos por Su Primera Novia
Por: Once
Capítulo 01
Después de que Samuel me sacó los ojos, me quedé tirada en la mesa de operaciones con las cuencas vacías, como una muñeca rota.

Pero él ni se inmutó, agarró mis ojos para revisarlos y hasta los elogió:

—Daniela tenía razón, ¡qué ojos tan bonitos! Se merece tenerlos. Daniela, te dije que te iba a cumplir todos tus caprichos.

La anestesia se me iba pasando de a poco y no pude evitar gritar del dolor.

Samuel por fin me volteó a ver, como regañándome por interrumpir sus recuerdos con Daniela.

Él era el jefe más joven de una familia de mafiosos; en tres años había puesto a la familia Salinas en lo más alto de la Costa Oeste.

Y el camino para el éxito siempre fue sangriento. Se había salvado de balaceras y asesinatos en incontables ocasiones, matar a alguien se le hacía más fácil que untarle mantequilla a un pan.

Tanto que no le importaba sacarle los ojos a alguien. Aunque a quien se lo había hecho era yo, Lola, su esposa, la que lo había acompañado en cada momento.

Samuel se acercó y me dio unas palmaditas en la cara. La piel se me erizó, jalándome las heridas y produciéndome más dolor. Quería que me consolara, pero solo escuché su risa burlona.

—Lola, eres la mujer del capo, ¿cómo eres tan débil? No te maté, solo quería tus ojos, y todavía te atreves a engañarme con esa excusa del embarazo. Ya sabes que odio las mentiras. Pídeme perdón y lo haré.

Apreté los labios con fuerza y levanté la mano para darle una cachetada, pero le pegué al aire.

Él ni siquiera se movió, la que no veía nada y había errado era yo.

Pero, al segundo, sentí un dolor que me caló en la cabeza. Samuel me levantó jalándome del pelo, mientras de mis cuencas vacías brotaba sangre como lágrimas. Tomó un poco de mi sangre y me la untó en mis labios partidos, un sabor dulce y a hierro invadió mi lengua.

—Deberías agradecer que eres mi esposa. La última que intentó pegarme no está viva para contarlo.

Dicho esto, me soltó, y yo me desplomé, manoteando en el aire e intentando asirme de algo, pero no encontré nada.

Tiré el mueble que había a un lado, me caí al suelo y mi mano quedó sobre un bisturí que se había caído. La palma se me abrió con un corte profundo hasta el hueso.

Grité de dolor, mi rostro palideció al instante, y me acurruqué, temblando.

Él se rio por lo bajo y les ordenó a sus hombres:

—¡Qué dramática eres, Lola! No le den analgésicos sin mi permiso.

El doctor que Anita había traído para colocarme una inyección para el dolor se fue sin más.

Nadie se atrevía a desobedecer las órdenes del capo.

Un sudor helado me empapó la ropa, pero no me importaba; el dolor me estaba matando, por lo que solo podía gemir y gemir.

Anita era la sirvienta que siempre me cuidaba, aunque también le tenía miedo a Samuel. Al verme temblando de dolor en el suelo, corrió hacia él y, abrazándole las piernas, suplicó:

—Capo, la señora Lola apenas tiene veinticuatro años, y ya no tiene ojos. Por favor, no la torture más; la señora se retuerce del dolor, por favor déjela usar analgésicos.

Pero Samuel pateó a Anita y murmurando con desinterés:

—No se va a morir.

Dicho esto, se dio la vuelta y se fue.
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