La habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por la lámpara de lectura que parpadeaba suavemente junto a la cama. El monitor cardíaco emitía un leve pitido constante, monótono, como un metrónomo de calma forzada. El leve zumbido del aire acondicionado contrastaba con el silencio espeso que envolvía el lugar como una manta invisible.
Alan despertó lentamente. Su conciencia emergió del letargo como si estuviera nadando en una corriente densa. Lo primero que sintió fue el cosquilleo en las yemas de los dedos, un hormigueo tibio que le pareció ajeno. Luego, el roce áspero de la sábana contra sus antebrazos. Respiró hondo. El aire estaba cargado con el inconfundible olor del alcohol médico, del látex, de lo estéril.
Pero desde la cintura hacia abajo… no había nada.
Era como si su cuerpo se hubiese esfumado a partir de ese punto. Intentó mover los dedos de los pies. Uno. Dos. Tres intentos. Nada. La nada más absoluta. Un vacío que se extendía como una sombra helada desde sus caderas.