Días después de aquella noche donde las máscaras cayeron y los secretos quedaron al descubierto, la mansión Navarro recuperó una calma inusual, casi irreal. Como si el eco de la fiesta, los escándalos y los rumores se hubieran desvanecido tras el portazo silencioso con el que Karina abandonó la ciudad.Las mujeres de la alta sociedad, aquellas que alguna vez habían lanzado miradas como cuchillas hacia Nelly, parecían haberse esfumado del mapa. No llamadas, no invitaciones, ni siquiera una mención en los diarios sociales. El silencio era tan palpable que, por momentos, resultaba inquietante.Nelly, sin embargo, permanecía en una burbuja distinta. Seguía en casa, sin intenciones de salir. No porque tuviera miedo o vergüenza. Era algo más profundo. Una fatiga suave, constante. Un sueño que no la soltaba, como si su cuerpo reclamara descanso, pero también respuestas.Pasaba horas recostada en la terraza acristalada del segundo piso, donde los rayos de sol atravesaban los ventanales y acar
El ascensor descendía lentamente entre un leve zumbido mecánico, como un susurro constante que marcaba el paso de los segundos. Las luces cálidas del techo reflejaban sus destellos en las paredes de acero bruñido, duplicando las siluetas de Nelly y Alan en un juego de espejos silenciosos. El interior olía a metal limpio y a perfume floral, el de Nelly, que flotaba en el aire como un recuerdo dulce.Ella abrazaba su cuerpo con ternura, acariciando su vientre aún invisible con una sonrisa contenida, casi sagrada. El corazón le latía con una mezcla de emoción y temor, como si cada latido fuera un eco del pequeño corazón que latía dentro de ella. Alan, a su lado, no podía contener la euforia: su risa era clara, franca, desbordante como la de un niño en Navidad.—Voy a malcriar a esa criatura desde el primer día —declaró con ojos que brillaban como si ya viera el rostro del bebé—. Será el sobrino más consentido del planeta. ¡Haré una lista de nombres! Una lista completa, original, con sign
El zumbido agudo de las ruedas de las camillas contra el suelo encerado era lo único que se oía entre el caos. El ambiente del hospital estaba cargado con el olor a desinfectante, metal y miedo. Las luces blancas del pasillo, frías e impasibles, bañaban los rostros pálidos y tensos del personal médico que corría de un lado a otro con precisión quirúrgica, pero con la angustia bailando en sus pupilas.—¡Llévenlo al quirófano uno, ya! ¡Está perdiendo mucha sangre! —gritó uno de los doctores, con guantes manchados y el ceño fruncido mientras sujetaba la camilla donde yacía Alan, inconsciente, cubierto por sábanas empapadas en rojo oscuro. Un reguero carmesí quedaba a su paso como una estela de tragedia.—¡Y a ella, a la sala de trauma leve! ¡La herida del brazo necesita limpieza inmediata!Nelly fue arrastrada en una silla de ruedas, los pies desnudos temblando, la bata médica mal cerrada dejando al descubierto la piel salpicada de sangre. Su respiración era entrecortada, su pecho subía
La habitación estaba en penumbra, suavemente iluminada por una lámpara cálida en la esquina derecha. La luz era tenue, como si respetara el sufrimiento que había impregnado cada rincón. El sonido pausado del monitor cardíaco se entrelazaba con el leve zumbido del aire acondicionado, componiendo una sinfonía melancólica. Fuera, la noche abrazaba al mundo con un silencio espeso, un silencio que parecía contener el aliento del universo mismo, como si incluso las estrellas observaran con cautela.En la silla junto a la cama, Adrián parecía una estatua vencida por el cansancio. Su camisa estaba arrugada, tenía los puños desabrochados y los ojos enrojecidos. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, sin moverse, con el alma hecha pedazos y la respiración suspendida, contando cada pitido del monitor como una promesa de que ella seguía viva.Y entonces, las pestañas de Nelly temblaron.Fue un leve aleteo, casi imperceptible, pero bastó para romper el muro de angustia. Abrió los ojos con lentitud,
48 horas la habían pasado, para Nelly la clínica se había vuelto su casa en esos dos días, su presión seguía subiendo y su obstetra no la dejaba ir hasta asegurarse que estuviera bien.La penumbra de la habitación apenas era interrumpida por la luz tenue de los monitores que marcaban los signos vitales. Un pitido constante, pausado, servía como único testigo del frágil hilo que mantenía a Alan en este mundo. El reloj sobre la pared emitía un leve tic tac, como si el tiempo hubiera sido puesto en pausa, esperando que los latidos de Alan marcaran el ritmo de una nueva realidad.El aire estaba impregnado del olor a desinfectante, mezclado con ese aroma metálico inconfundible del hospital. El silencio era tan espeso que hasta el roce de las sábanas parecía romperlo.Un leve parpadeo, una respiración más profunda. Luego otro. Alan comenzó a mover los dedos de las manos sobre la sábana blanca. Su piel estaba fría, el tacto de la tela áspera le resultaba ajeno, y sin embargo, era una confirm
La habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por la lámpara de lectura que parpadeaba suavemente junto a la cama. El monitor cardíaco emitía un leve pitido constante, monótono, como un metrónomo de calma forzada. El leve zumbido del aire acondicionado contrastaba con el silencio espeso que envolvía el lugar como una manta invisible.Alan despertó lentamente. Su conciencia emergió del letargo como si estuviera nadando en una corriente densa. Lo primero que sintió fue el cosquilleo en las yemas de los dedos, un hormigueo tibio que le pareció ajeno. Luego, el roce áspero de la sábana contra sus antebrazos. Respiró hondo. El aire estaba cargado con el inconfundible olor del alcohol médico, del látex, de lo estéril.Pero desde la cintura hacia abajo… no había nada.Era como si su cuerpo se hubiese esfumado a partir de ese punto. Intentó mover los dedos de los pies. Uno. Dos. Tres intentos. Nada. La nada más absoluta. Un vacío que se extendía como una sombra helada desde sus caderas.
El cielo estaba gris, cubierto por nubes que amenazaban con una lluvia lenta y persistente. El viento sacudía las copas de los árboles, haciendo crujir las ramas más altas como susurros rotos entre hojas secas. A lo lejos, un trueno apagado retumbó con pereza, como si la tormenta también estuviera cansada de llorar.Dentro de la casa Cisneros, un silencio espeso se apoderaba de cada rincón, apenas roto por el lejano tic-tac del reloj de pared, que marcaba con precisión cruel el paso del tiempo, y el murmullo sordo de una televisión encendida en la sala. Las luces estaban tenues, filtradas por cortinas cerradas que daban al ambiente un tono apagado, casi ceniciento.Alan estaba en la habitación del fondo. Nelly había insistido en mantener la casa con la menor cantidad de ruido posible, por si él deseaba descansar, pero lo cierto, era que el silencio también era un recordatorio de todo lo que había cambiado. Antes, los pasillos resonaban con las risas de los hermanos, con las bromas, co
El reloj marcaba las tres de la tarde. Afuera, el sol caía a plomo sobre los jardines de la residencia Cisneros, y los árboles parecían derretirse bajo el peso del calor. El canto de las chicharras era insistente, casi ensordecedor, como si la naturaleza también protestara por algo. Pero dentro de la casa, todo era opresión.Las cortinas gruesas cubrían por completo las ventanas, filtrando la luz en haces tenues, dorados y tristes. El aire olía a encierro, a medicinas mezcladas con madera antigua, a una esperanza que se estaba marchitando. Se sentía denso, como si se pudiera cortar con un cuchillo. Una pesadez invisible flotaba en el ambiente, acumulándose en cada esquina, como si la casa respirara con dificultad.Alan llevaba días encerrado. No respondía. No hablaba. No gritaba. Y eso era lo más alarmante. Solo el silencio. El tipo de silencio que devora, que se adhiere al alma como una telaraña pegajosa. El tipo de silencio que anuncia que algo dentro se está muriendo.Ni siquiera e