El sol se había escondido hacía horas, dejando en penumbras el edificio que Nicolás ahora llamaba su fortaleza. A lo lejos, la ciudad resplandecía indiferente a los conflictos que se cocían en sus entrañas. Las primeras explosiones apenas habían dejado daños superficiales, pero la tensión que cargaban era inmensa, como si fueran el prólogo de una tormenta mucho más feroz.
Dentro, el aire se sentía denso, pesado, mientras los murmullos de los guardias y los susurros de dudas flotaban en los pasillos. Nicolás observaba a sus hombres moverse de un lado a otro, revisando municiones, asegurando puertas y colocando refuerzos en las ventanas. La atmósfera era de guerra.
—Señor Valverde —llamó uno de sus asistentes, un hombre alto de expresión inquieta—, hemos detectado más movimientos en las afueras. Los sistemas de seguridad marcan que al menos una docena de vehículos rodean el edificio.
Nicolás asintió sin mostrar sorpresa, como si ya hubiera esperado aquella información. Se mantuvo en sil