El Arrepentimiento Del Alfa Tras Elegir A Su Cuñada
El Arrepentimiento Del Alfa Tras Elegir A Su Cuñada
Por: Alyssa J
Capítulo 1
Después de que el hermano de mi compañero, el alfa de la Manada Sombra Lunar, muriera en la guerra territorial, Esteban heredó todo lo que él dejó, incluida su cuñada, ahora viuda: Victoria.

Durante los últimos seis meses, él había ido cada noche a la habitación de Victoria, prometiéndome que, en cuanto ella diera a luz a un heredero, me proclamaría como la verdadera luna de la manada.

Sin embargo, el día de su ceremonia de apareamiento, marqué un número que no llamaba desde hacía cinco años:

—Mamá, ya tengo un heredero. Estoy lista para volver a casa y reclamar el puesto de alfa.

Después de arropar a mi hija en la cama, abrí el teléfono para reservar vuelos de regreso al territorio de la Manada Media Luna Plateada.

Desafortunadamente, nuestra manada prosperaba bajo el liderazgo de mi madre, y muchos lobos buscaban visitar nuestras tierras. Por lo que el vuelo más próximo disponible para dentro de cinco días

Miré la fecha en el boleto, atónita por un momento.

14 de febrero. Día de San Valentín y también el quinto aniversario desde que Esteban me marcó.

Esbocé una sonrisa amarga.

Parecía una broma del destino.

Tenía sentido. Lo que había comenzado ese día, también debía terminar ese día.

En ese momento, un aroma intenso a flores lunares me envolvió desde atrás mientras la voz suave de Esteban descendía sobre mí:

—¿Qué estás mirando?

Instintivamente apagué la pantalla del teléfono y me apresuré a mentir:

—Solo algunas noticias.

En solo medio año, el olor a flores lunares de Victoria prácticamente había impregnado a Esteban.

Mi loba no podía soportar ese aroma provocador, por lo que lo aparté con disgusto.

—Ve a ducharte antes de hablar conmigo.

Esteban se olió a sí mismo y me soltó, avergonzado.

—Lo haré ahora mismo... He estado descuidándote últimamente, y eso es culpa mía. No iré a casa de Vicky los próximos días.

«Vicky». Un apodo tan íntimo…

Antes, al menos fingía, llamándola Luna Victoria en público y en privado.

Ahora ni siquiera se molestaba en usar su título.

Cualquiera que no supiera la verdad pensaría que Victoria era su verdadera compañera.

Unos minutos más tarde, la puerta del baño se abrió de repente y Esteban salió envuelto en una toalla, con el cuerpo aún húmedo.

Hombros anchos, cintura estrecha, figura alta. Irradiaba una energía juvenil poco común en hombres de su edad.

Por un instante, lo vi cómo era hacía cinco años, cubierto de rocío nocturno, trepando por mi ventana. Tan seguro de sí mismo, como si le mostrara al mundo entero, me había dicho:

—Otoño, desde hoy, eres mía. Por el resto de nuestras vidas, solo tú y yo, juntos para siempre.

Al notar que lo observaba, perdida en mis pensamientos, esbozó una sonrisa amplia y me atrajo hacia sus brazos.

—Otoño, hoy soy todo tuyo. No voy a ninguna parte.

El fresco aroma cítrico mezclado con flores lunares creaba un olor extraño y desagradable.

Bajé la mirada con melancolía. El hombre frente a mí ya no era el mismo de entonces.

En ese momento, un golpe en la puerta interrumpió mis pensamientos:

—Joven Alfa, la Luna Victoria no se siente bien. ¡Lo está llamando!

La molestia de Esteban se transformó en preocupación al instante. Se vistió a toda prisa y se dirigió a la puerta.

—¿Qué le pasa? ¿Ya llamaron al médico de la manada?

Dio unos pasos y luego se detuvo, dándose cuenta de algo.

Se volvió hacia mí, disculpándose con la mirada, mientras yo me apoyaba contra el marco de la puerta.

—Victoria no se siente bien, debo ir a verla. Con mi hermano muerto, soy lo único que le queda. Volveré pronto, Otoño. Siempre has sido tan comprensiva.

«Comprensiva». Esa palabra…

Había aguantado durante seis meses, en incontables noches oscuras.

En la Manada Media Luna Plateada, las lobas eran veneradas. Después de dar a luz a mi hija, mi madre me había insistido en regresar y reclamar directamente el puesto de alfa.

Pero no había querido dejar a Esteban, así que seguí negándome a volver y heredar Media Luna.

—Esteban —dije con suavidad.

Él frunció el ceño, a punto de soltar alguna frase reconfortante, cuando lo interrumpió el peso súbito sobre sus hombros, en el momento en el que le coloqué un grueso abrigo.

—La noche está fresca. Deberías ponértelo.

Esteban agarró el abrigo, con una expresión indescifrable en los ojos.

—Otoño, tú...

La puerta de la habitación de huéspedes se cerró de golpe, antes de que terminara la frase.

«Cinco días más, Esteban. Ya no voy a esperarte.»

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