Mi compañero me había estado engañando en secreto con otra loba y tenía un cachorro ilegítimo de tres años.
Después de que sufrí un aborto espontáneo por protegerlo, el Alfa que me apreciaba como una gema preciosa había ordenado que me extirparan el útero. Sin embargo, él sabía que tener nuestros propios cachorros era lo que más deseaba en este mundo.
Mientras me daba la vuelta y caminaba por el pasillo, pasando por otras salas, la pantalla de televisión seguía mostrando la escena donde Bruno me propuso matrimonio.
—El Alfa es tan bueno con la Luna Ámbar —dijo con envidia una loba en la sala—. Oí que la Luna estaba herida y perdiendo mucha sangre, y el Alfa le dio la mitad de su sangre en una transfusión, aun poniendo en riesgo su propia vida.
—Sí, nunca he visto un Alfa tan amoroso —asintió otra loba—. Y además se gastó diez millones de dólares para comprar la hierba Flor de Luna para que Ámbar se recuperara más rápido.
Antes, esas palabras me habrían hecho sentir como la loba más afortunada del mundo, pero ahora me daban náuseas.
Justo entonces, Bruno salió del consultorio del sanador y sus ojos se iluminaron al verme.
Se dio cuenta de que estaba descalza en mi delgada bata de hospital. Sus ojos se llenaron de preocupación mientras me alzaba en sus brazos.
—Todavía te estás recuperando de heridas graves, Ámbar. ¿Qué estás haciendo caminando descalza? ¿Y si te enfermas?
Me llevó de vuelta a la habitación y me puso calcetines tibios, tal como había hecho incontables veces antes.
Recordé que había sido así durante nuestros cinco años de matrimonio: cómo me cepillaba el cabello todas las noches antes de dormir, cómo preparaba mi té favorito de bayas lunares en las noches de luna llena para aliviar mis dolores de transformación, cómo me cargaba para cruzar charcos en los días lluviosos para que mis pies no se mojaran.
Pero el gesto tierno que antes hacía que mi corazón se acelerara ahora me dejó fría.
Aparté suavemente sus manos.
—Ya me siento mejor.
Él suspiró con alivio, pero pude ver que la preocupación seguía en sus ojos.
¿Cómo podía alguien ser tan considerado y cariñoso conmigo mientras planeaba destruir mi oportunidad de volver a tener hijos? Más importante aún, ¿cómo podía mirarme con ojos tan amorosos cuando tenía un hijo secreto con otra mujer?
Después de regresar a la habitación, Bruno hizo una llamada al sanador de la manada.
—El doctor Natán va a venir pronto para prepararte para la cirugía —dijo Bruno con voz suave—. Dice que tenemos que cuidar bien tus heridas.
Se me heló la sangre. ¿Cirugía? La conversación que había escuchado antes pasó por mi mente como un rayo: Bruno instruyendo al sanador para que me extirpara el útero durante el procedimiento.
—No —dije firmemente—. No necesito cirugía. Ya me siento mucho mejor.
En el pasado, Bruno nunca había rechazado ninguna de mis peticiones, pero esta vez insistió de manera inusual:
—Lobita, el doctor Natán dice que tuviste un aborto y te lastimaste muy mal por dentro con el ataque de esos lobos. Si no te hacemos esta cirugía, te puedes quedar con problemas para siempre.
—Dije que no. —Me incorporé de la cama, haciendo una mueca por el dolor en mi abdomen—. Quiero irme. Ahora.
Bruno me miró fijamente por un largo momento, con la mandíbula apretada. Se pasó una mano por el cabello con frustración.
—Está bien —finalmente cedió—. Pero voy a llamar al doctor Natán para que te examine en casa mañana a primera hora.
El alivio me invadió mientras Bruno me ayudaba a levantarme y me sujetaba, en tanto caminábamos fuera del cuarto de tratamiento.
Apenas habíamos llegado al área de estacionamiento cuando un dolor agudo me atravesó el cuello. Levanté la mano y sentí un pequeño dardo.
—¿Bruno? —Me volví hacia él confundida.
Lo último que vi fue su expresión de dolor mientras me atrapaba antes de que cayera al suelo.
—Lo siento, amor. Es por tu propio bien.
La oscuridad me envolvió.
Cuando desperté de nuevo, la luz del sol se filtraba por las ventanas de nuestro dormitorio. Por un momento, todo se sintió normal, hasta que el dolor sordo en mi abdomen hizo que la realidad regresara de golpe.
Aparté las cobijas y levanté mi camisón para encontrar una cicatriz quirúrgica fresca atravesando mi vientre bajo.
No. ¡No, no, no!
La puerta se abrió y Bruno entró cargando una bandeja de comida.
—Ya despertaste —dijo suavemente, dejando la bandeja y corriendo a mi lado—. ¿Cómo te sientes?
—¿Qué me hiciste? —susurré, con lágrimas corriendo por mi rostro.
Bruno se sentó a mi lado, con expresión grave.
—Te desmayaste en el estacionamiento. Natán dijo que tu hemorragia interna había empeorado. La pared interna de tu útero estaba severamente dañada tanto por el ataque como por el aborto. No tuvimos opción, Ámbar. Si no lo hubiéramos extirpado, podrías haber muerto.
Alcanzó algo en la mesa de noche: reportes médicos con diagramas que mostraban daño extenso en mi sistema reproductivo. Todo se veía muy oficial, muy convincente.
—No podía perderte —continuó Bruno, tomando mi mano—. Sé cuánto querías cachorros, pero tu vida lo es todo para mí. Ahora descansa —añadió, besándome la frente—. Si queremos hijos, siempre podemos adoptar un cachorro de otra manada.