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La habitación de Risa estaba desierta cuando bajé. Mora me había advertido que las sanadoras habían llevado a mi pequeña a sus dependencias para hacerla descansar, pero había creído que ya estaría allí. No tenía más alternativa que esperar. Alimenté el hogar y cambié para echarme junto al fuego.

Una hora después, cuando ya me preguntaba si le permitirían regresar esa noche, oí sus pasos ligeros, vacilantes, acercarse por el corredor de piedra. Contuve el aliento mientras ella luchaba por abrir la pesada puerta. Dio un paso vacilante dentro de la habitación y cayó de rodillas, la cara bañada en lágrimas, el dolor ensuciando su esencia única.

—Véndame los ojos, por favor, mi señor —musitó en un hilo de voz.

Obedecí apresurado y se dejó caer en mis brazos, la cabeza junto a

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