Capítulo 4 — A ti que me diste todo… y me quitaste más.
Narrador:
Sasha no estaba espiando. O al menos, eso se repetía a sí misma mientras permanecía agazapada en lo alto de la escalera, sin hacer ruido, los dedos aferrados a la baranda con más fuerza de la necesaria. No lo estaba haciendo a propósito. Solo iba bajando por un té y escuchó voces. Las de su padre, Dominic… y Eros. Fue ese nombre, esa voz, la que la hizo detenerse. Se inclinó un poco, justo lo suficiente como para ver la puerta del despacho entreabierta. Nadie la vería desde allí. Nadie la escucharía. Al menos, eso creía.
—La única forma de asegurar esta alianza es con sangre —dijo su padre, con esa voz que siempre sonaba a sentencia.
Sasha frunció el ceño.
—Un matrimonio siempre ha sido la fórmula más segura —agregó Dominic —Suárez no va a arriesgar su estructura por palabras vacías.
—Matrimonio... Suárez. —murmuró Sasha mientras sentía un escalofrío bajarle por la espalda.
—Yo lo haré —la voz de Eros llegó nítida, firme, sin una sola grieta.
Sasha se quedó helada.
—No voy a dejar que lo hagas —contestó Roman, irritado —No contigo.
—Tú mismo dijiste que un acuerdo de sangre es lo más fuerte —respondió Eros.
Un golpe sordo, tal vez el de Dominic levantándose del sillón.
—... comprometer a Sasha con su hijo... —la voz de Eros
Y ella no escuchó más. Bajó el resto de la escalera en automático, como si el aire pesara el triple. Se sentía atrapada en una película muda, donde los sonidos eran zumbidos lejanos y las emociones le apretaban el pecho como una garra invisible. Ellos; su padre, Dominic… y Eros. Estaban hablando de ella, negociándola. Planeando entregarla como si fuera parte de un trato.
Y Eros… Eros no solo no lo detenía. Estaba participando. Estaba diciendo que lo haría él. ¿Qué haría? ¿Venir a decírselo? ¿Explicarle con su maldita calma de abogado obediente que iba a tener que casarse con un Suárez como si eso fuera lo mejor para todos? ¿Como si fuera por su bien? Como si estuviera loca, fuera de control, y él tuviera que "solucionarla" negociándola como ganado.
—Hijo de pu*ta —susurró, con los dientes apretados y los ojos ardiendo.
La rabia le recorría las venas como lava. No sabía si quería llorar, gritar o estrellarle un vaso en la cabeza. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía él, justo él, a ser parte de esa mier*da? Después de lo que vio en sus ojos. Después de cómo la miró. Después de cada pu*ta vez que la evitó con ese fuego detrás de los dientes.
Ahora venía con esta mier*da de sacrificio bien intencionado. Claro. El buen amigo. El buen abogado. El que iba a hacer lo correcto.
¿Y ella qué era? ¿Una adolescente rebelde que necesitaba que la pusieran en vereda? ¿Una molestia que había que quitar del medio con una alianza matrimonial?
No, no iba a quedarse callada. Ni quieta. Ella era una Adler. Y si iban a convertirla en una pieza del tablero, entonces iba a prenderle fuego al tablero completo.
Eros salió del despacho después de que Roman y Dominic se retiraran. Caminaba con la tensión aún alojada en la espalda, el nudo de la decisión apretándole la garganta. No había vuelta atrás. Lo había dicho en voz alta, frente al Diablo, frente a su conciencia. Lo haría. Por Sasha, por lealtad, por estrategia. Por todo. Lo haría aunque eso significara morir en vida.
Abrió la puerta de su habitación con un movimiento mecánico y se detuvo en seco. Sasha estaba allí, sentada en su cama, con las piernas cruzadas y los brazos apoyados sobre las rodillas. Ni una gota de sorpresa en el rostro. Como si lo hubiera estado esperando.
Eros cerró la puerta con un suspiro, pasándose una mano por el rostro. Ya no tenía fuerzas ni para fingir frialdad.
—¿Y ahora qué, Sasha?
—Así que vas a venir a decirme que me van a casar con alguno de los Suárez —soltó ella, sin rodeos, sin suavidad, sin freno. —Eros la miró fijo, pero no respondió. —¿Ese es tu papel ahora? ¿El buen soldadito que ejecuta las órdenes del Diablo? ¿El cuñado obediente que viene a encarrilar a la mocosa rebelde?
—No sabes de lo que estás hablando —murmuró él, sin moverse.
—¿Ah, no? —Sasha se puso de pie, cada palabra una puñalada —Escuché lo suficiente. “Unión de sangre”, “matrimonio estratégico”, “yo lo haré”. ¿Qué creías, Eros? ¿Que podías venir a decírmelo con tu cara de mártir y que yo te iba a dar las gracias? ¿Que me iba a quedar sentada, bien portadita, mientras me ponías un lazo y me entregabas como parte de un contrato?
Eros frunció el ceño, cruzándose de brazos. Su voz fue baja, peligrosa.
—Te estás metiendo en asuntos que no entiendes. No es buena idea que ates cabos...
—¿Y qué quieres que entienda? ¿Que soy un estorbo para todos? ¿Que me tienen que encajar en algún lugar para que no moleste? ¿Que tú eres tan bueno que vas a venir a decírmelo con tacto, como si eso lo hiciera menos asqueroso?
Él apretó los dientes.
—No te estoy encajando en ningún lugar.
—¿Entonces por qué te ofreciste? —disparó ella —¿Por qué dijiste que lo harías?
Eros la miró. Y en ese segundo, su rostro cambió. No respondió. Porque no podía, sabía que todas las conversaciones con el Diablo no se podían divulgar, ni siquiera en este caso. Sasha dio un paso al frente, cargada de veneno. Se detuvo a centímetros de él.
—¿Sabes qué es lo peor? —susurró —Que por un instante… pensé que tú me veías. No como una carga. No como la hija del Diablo. Pensé que me veías a mí, a Sasha. Pero resulta que no. Resulta que soy solo otra pieza que acomodar en tu mal*dita estrategia.
Él bajó la mirada, solo un segundo. Luego la volvió a subir, clavándosela.
—Si supieras por qué lo estoy haciendo…
—¡No me importa! —gritó ella, temblando de rabia —Porque si de verdad fuera por mí, lo hubieras dicho. Me hubieras mirado a la cara. No lo hubieras hecho en esa habitación, como si yo no existiera.
Eros respiró hondo. La miró, y lo que vio en sus ojos le dolió más que cualquier reproche, pues era decepción, dolor. No el de una niña herida, el de una mujer rota por sentirse traicionada por el único que creyó diferente.
—No es lo que piensas, peque, de verdad.
—No, es peor. —Sasha dio media vuelta, caminó hacia la puerta, pero antes de abrirla, se detuvo. —Si pensabas venir a darme la noticia, no te molestes. Yo ya lo entendí todo. No valgo más que un acuerdo conveniente. Y tú… tú no eres más que otro cobarde con corbata.
Abrió la puerta y se fue. La cerró sin violencia. Pero el golpe que quedó flotando en la habitación fue más brutal que cualquier portazo.
Eros se quedó solo, con el cuerpo rígido y los puños cerrados. Se había propuesto protegerla. Y lo único que había logrado… era que lo odiara.
Se metió en el baño con los pasos duros, las manos hechas puños y la respiración fuera de control. Se desnudó sin pensarlo, como si cada prenda que se quitaba fuera parte del peso que cargaba. Encendió la ducha con brusquedad, entró al agua y apoyó las palmas contra la pared de mármol, la cabeza gacha, los ojos cerrados. El agua cayendo como una cascada de hielo sobre su piel, pero ni el frío logró apagar el incendio que tenía adentro.
—Mal*dita sea.
Golpeó una vez con el puño cerrado la losa, un ruido sordo que quedó perdido entre el sonido del agua.
—¡Mier*da! —escupió con rabia, la mandíbula apretada.
La imagen de Sasha, con los ojos brillando de decepción, no lo dejaba en paz. Lo perseguía como un castigo. Y lo peor era que no podía culparla. Ella creía que la estaban negociando. Que él era parte del juego. Que iba a entregarla como si fuera un mueble incómodo. Y no podía explicarle nada. No podía decirle que era justamente al revés. Que se estaba clavando un puñal en el pecho para evitar que otros lo hicieran por él. Que no la estaba entregando… se estaba alejando. Se estaba condenando por ella.
—¿Dónde carajos quedó tu voluntad, Eros? —se reprochó en voz baja, el agua resbalándole por el rostro como si intentara arrancarle la culpa.
Se inclinó un poco más, los músculos de la espalda tensos, como si llevara cargando todo el maldito peso de esa casa, de ese apellido, de ese infierno. ¿Por qué siempre tenía que ser él el que pagara? ¿Por qué no podía mandar todo al carajo, agarrar a Sasha y sacarla de ese mundo? Porque no podía. Porque era leal. Porque esa pu*ta palabra lo tenía encadenado a Roman Adler como si fuera un perro con corbata.
—Lealtad —escupió de nuevo, esta vez con un desprecio que le revolvió el estómago —A ti, mal*dito Diablo. A ti que me diste todo… y me quitaste más.
El agua seguía cayendo, pero el ardor no se iba. Ni de los ojos, ni del pecho. Iba a casarse, con una Suárez. Por la alianza, por la paz, por la organización, por Sasha. por todos… menos por él. Iba a unir su vida con una desconocida para mantener a salvo a una mujer que ya no lo miraba como antes. Para protegerla de un destino peor. Y ni siquiera podía decírselo.
—Ella me odia —susurró, apretando los párpados.
Y no tenía idea de que se estaba destruyendo por ella. El agua siguió cayendo. Y Eros no se movió. Porque quedarse bajo esa tormenta era lo único que podía hacer sin romper algo. O a alguien.