El certificado de divorcio, frío en las manos de Destiny Rosewood. Cinco años y dos meses. Un matrimonio solo en papeles. Ya no era una Winter.
La libertad, pensó con una sonrisa amarga, era un sabor extraño. El bullicio del aeropuerto era un murmullo lejano, pero no la irritaba. Estaba absorta en el certificado de divorcio, la confirmación del final de su matrimonio fantasma.
Su teléfono vibró. Un mensaje de Triana Ayesa. La amante de su esposo se mostró en la pantalla.
Una foto con su esposo dormido, sin ropa, y Triana apoyada en su pecho, sonriendo. Una burla clara hacia ella. Debajo, un mensaje venenoso: "Tu marido me hace el amor cada noche. ¿Cuándo entenderás que jamás te amó? Déjanos vivir en armonía; dale el divorcio. Eres solo la esposa de contrato que jamás quiso”.
Destiny sintió asco y picardía. "Cree que esto me romperá", pensó. El resentimiento ardía, no hacia Triana, sino hacia Alaric, que nunca le dio su lugar.
Alaric y Triana, creían que ella sufriría. Qué equivocados estaban. Destiny se había dado por vencida con el hombre hacía mucho.
Levantó la vista. Sus ojos verdes se encontraron con unos tan parecidos a los suyos, la diferencia, era que estos estaban llenos de preocupación. Él había sido su ancla, su confidente. Su mirada le ofrecía refugio.
Y por ello, Destiny le ofreció una sonrisa tranquila.
—Lista —susurró Destiny, su voz firme—. Ya es hora.
Miró el tablero de salidas del aeropuerto. No había vuelta atrás. Se marcharía. Un futuro por fin solo suyo. Sin la sombra de Alaric Winter, sin las humillaciones, sin la farsa del matrimonio.
A kilómetros de distancia, en su oficina, Alaric Winter era el control absoluto. Inmerso en documentos, su mente un torbellino de números y letras. El silencio solo roto por el teclado.
La puerta se abrió de golpe. Su secretario, Noah Frost, irrumpió, pálido y agitado. Sus gafas caídas, la corbata torcida mostraban que las noticias no serían nada buenas.
Alaric frunció el ceño. Su paciencia se agotaba. La interrupción era una afrenta, pero antes de que pudiera replicar, el secretario hablo temeroso.
—Hay un problema, señor Winter —balbuceó Frost, extendiendo papeles. El sudor perlaba su frente, sus manos temblaban.
Alaric lo miró con desprecio.
—¿Para qué te tengo si debo resolver mis problemas? ¿Mi tiempo no es valioso para que lo desperdicies con trivialidades?
Frost tragó en seco. Tembloroso, entregó los papeles. Alaric los observó, extrañado. Frost repitió, apenas audible:
—Es... su certificado de divorcio.
Alaric frunció el ceño, confundido. ¿Divorcio? Él no había enviado ningún tipo de solicitud. Era imposible.
—Esto es falso, no es posible. ¡Hay un error, soluciónalo! —Su voz se elevó, furiosa.
El secretario, aterrado, sabía que no era falso; ya lo había verificado. Era legítimo. Alaric lo supo al ver el miedo en los ojos de Frost. Una punzada de inquietud lo invadió.
—Llama a mi esposa. Arregla esto. Me volveré a casar si es necesario —ordenó Alaric, voz gélida.
Su matrimonio con Destiny era un acuerdo, un pilar en su imperio, no era algo que pudiera disolverse sin su permiso.
Pero las malas noticias de Frost no paraban.
—No podemos hacer nada, mi señor. La solicitud, con su firma, fue enviada hace dos meses, tras la fiesta de bienvenida. El divorcio ya se efectuó. Es oficial, la señora ya no pertenece a la familia Winter.
Alaric no podía creerlo. La información lo golpeó. Un recuerdo nebuloso: aquella fiesta… sí, había firmado papeles. Creyó que era una solicitud de dinero. Recordaba no haber leído, solo firmar, cegado por la ira al creer que a su esposa solo le interesaba aumentar sus ingresos mensuales.
Recordó cómo Destiny, desde entonces, se volvió más enigmática, distante. Siempre con una excusa para evitarlo e incluso astuta para manipular las situaciones a su alrededor.
Nunca se le ocurrió que ella planeara su escape.
Un temor helado se apoderó de él. Perder el control lo asfixiaba. Se levantó de golpe. Marcó el número de Destiny. El tono sonó, una y otra vez, hasta que la operadora informó que el teléfono estaba apagado. Lo hizo una y otra vez, sin respuesta.
La voz de Frost retumbó de nuevo, confirmando lo que temía:
—Su esposa... se ha ido del país. No hemos podido rastrearla.
Sus ojos azules ardían.
—¿Cómo es posible? —rugió, su voz, un trueno que hizo temblar a Frost—. ¿Cómo puedes perder a mi mujer? ¡Esto es inaceptable!
No podía creerlo. No perdería a Destiny. Se negaba a perder a la mujer que amaba, la única que lo había cautivado, la que despertó algo en su corazón de hielo. Esa mujer, ni en la muerte, podría separarse de él. La determinación brilló en sus ojos.
El juego, para él, apenas comenzaba.