De repente, la puerta del cuarto se abrió de golpe, y Alan entró brincando, con una sonrisa que iluminaba su rostro.
—¡Ya terminé mis dibujos, mamá! Los hice para ti y para papá —anunció con orgullo mientras extendía una hoja donde dos figuras mal dibujadas (claramente nosotros) aparecían tomadas de la mano, con una casa y un sol de fondo—. ¡Papá, deja a mamá, no la aplastes! Alan se subió también en la cama y es mi salvación. Era imposible no reír al verlos; esa conexión entre padre e hijo me llenaba de un amor difícil de describir. Leonard y yo intercambiamos una mirada cómplice, y me di cuenta de que, a pesar de las trampas, los malentendidos y los miedos, él era mi hogar, nuestro refugio. Nos pasamos un gran rato jugando con él. Somos tan felices que, solo por un rato, nos permitimos