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El dolor en su sien fue lo primero que registró. Punzante, insistente, arrastrándola de vuelta a la consciencia con una crueldad casi deliberada.

Camila abrió los ojos lentamente, parpadeando contra la luz tenue que filtraba a través de una ventana cubierta con papel periódico. No reconoció el lugar. Paredes de concreto sin pintar. Suelo de cemento frío. Olor a humedad y algo químico que no podía identificar.

Intentó moverse y descubrió que sus manos estaban atadas—no con cuerda áspera sino con algo más suave, casi considerado. Cinta adhesiva de tela, envuelta cuidadosamente para no lastimar sus muñecas. Sus pies estaban libres.

No estaba amordazada.

—Estás despierta.

La voz vino desde la esquina opuesta de la habitación, donde Samuel Duarte estaba sentado en una silla plegable de metal, observándola con expresión que no era amenazante sino... cansada. Como si él también fuera prisionero de algo más grande que ambos.

—¿Dónde estoy?—Su voz sa

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