EL LAZO DEL ALFA
EL LAZO DEL ALFA
Por: ANALI
1

Lina siempre había sentido que su vida estaba demasiado bien estructurada, casi como una rutina repetitiva. Tenía 18 años, vivía en una ciudad tranquila al norte de Italia, y sus días se pasaban entre la escuela y los cafés con amigos. No había grandes sorpresas ni cambios, nada que alterara su tranquilidad. Pero en lo profundo de su ser, sentía una inquietud que no lograba explicar, como si algo estuviera esperando a manifestarse.

Era una noche más de insomnio, una de esas que parecían interminables, donde la quietud del ambiente era opresiva. La luna llena iluminaba débilmente la habitación de Lina, lanzando sombras largas sobre las paredes. Su mente no dejaba de darle vueltas a las pequeñas cosas: las responsabilidades que se venían con la mayoría de edad, la universidad, y la creciente sensación de que su vida era demasiado... común.

Se giró en la cama, mirando el reloj digital en la mesita de noche: las 3:14 a.m. Sus ojos se entrecerraron, intentando dormir, pero algo no la dejaba relajarse. De repente, un susurro bajó hasta sus oídos, suave pero claro.

Lina…

La voz resonó en su mente como un eco, y se levantó en un sobresalto. Miró a su alrededor, pero la habitación estaba vacía. Estaba sola, o al menos eso pensaba. Su corazón latía acelerado, el miedo la recorrió en un escalofrío. ¿Había sido su imaginación?

Pero, entonces, la voz volvió, más fuerte y precisa.

Lina… ya es hora.

Su piel se erizó. ¿Quién estaba hablando? Nadie más estaba en la casa. La habitación parecía tan tranquila, casi demasiado. La sensación de desconcierto aumentó, y trató de calmarse, convencida de que era solo una alucinación causada por el cansancio. Pero en lo profundo de su ser, sabía que algo no estaba bien.

Bajó de la cama y caminó hacia la ventana, intentando encontrar algo, cualquier cosa que pudiera explicar lo que acababa de escuchar. Miró hacia afuera, donde la oscuridad reinaba, y entonces vio algo que la dejó sin aliento: una figura difusa de un hombre de pie en el jardín delantero, bajo la luz tenue de la luna. No podía verlo con claridad, pero sentía su presencia como si su alma lo reconociera.

Respiró profundamente, alejando la idea de que había visto algo que no debía. Volvió a la cama y se arropó hasta la cabeza, cerrando los ojos con fuerza, como si eso pudiera hacer que la inquietante sensación desapareciera. Pero en lugar de dormir, la voz volvió, esta vez en un susurro urgente.

Lina, escúchame…

El corazón le dio un vuelco. ¿Qué estaba pasando? No podía ser real, ¿verdad? No puedes ignorarme más.

—¡Basta! —gritó, levantándose de la cama y dando un par de pasos hacia la puerta, incapaz de soportar más el ruido en su cabeza.

Pero antes de que pudiera abrir la puerta, un golpe sordo en la pared exterior de la casa la hizo detenerse. Su mente estaba tan alterada que no pudo pensar con claridad, solo caminó hacia la puerta del vestíbulo.

La puerta principal estaba cerrada, pero Lina sabía lo que tenía que hacer. Su padre, un hombre que siempre había sido protector y algo misterioso, debía saber algo sobre lo que estaba sucediendo. Se armó de valor y bajó las escaleras rápidamente, sin saber si iba a encontrar algo que la calmara o solo más preguntas.

Al llegar al salón, vio a su padre sentado en la mesa, con el teléfono móvil apagado en su mano. No le gustaba que su padre estuviera despierto a estas horas, especialmente después de una larga jornada de trabajo.

—Papá, ¿estás bien? —preguntó, tratando de que su voz no temblara demasiado.

Él la miró, su rostro serio pero cansado. La luz de la lámpara hacía brillar las arrugas de su rostro, señal de las preocupaciones que siempre había tenido, las que nunca le contaba a Lina.

—Lina, ven, siéntate. —Su voz era grave, como si estuviera esperando algo.

Con pasos vacilantes, Lina se acercó y se sentó frente a él. El silencio pesaba en el aire, pero ella lo rompió de inmediato.

—¿Qué está pasando? —su voz sonó más temblorosa de lo que le hubiera gustado. Los recuerdos de la voz que aún resonaban en su cabeza la dejaban inquieta.

Su padre la observó por un largo momento, y entonces, con una expresión sombría, comenzó a hablar.

—Hay algo que debes saber, Lina. Algo que nunca te he dicho. —Suspiró profundamente, como si se estuviera preparando para revelar un secreto largo guardado. —Tu madre y yo, bueno, no somos como los demás. Nosotros venimos de una línea de lobos. Una antigua línea de lobos.

Lina lo miró, sin poder comprender. ¿Qué estaba diciendo? Su mente comenzó a procesar las palabras, pero no lograba entender cómo encajaban en la realidad.

—¿Lobos? ¿Qué estás diciendo, papá? —preguntó, sus ojos llenos de desconcierto. El sueño y la confusión se mezclaban, creando un torbellino de pensamientos.

—Escúchame, Lina. Eres la descendiente de una antigua manada de lobos. —Su padre se inclinó hacia adelante, su voz llena de gravedad. —Y tu destino está ligado al Alfa de esa manada.

Lina sintió que el aire le faltaba. Un sudor frío la recorrió, y por un momento, se quedó en silencio, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. ¿Alfa? ¿Manada de lobos?

—Papá, ¿qué estás diciendo? —su voz era un susurro, asustada, aún sin poder creer lo que le decía.

Su padre la miró con seriedad, como si no hubiera vuelta atrás.

—Es hora de que conozcas la verdad. Tu vida está a punto de cambiar para siempre, Lina. El Alfa te está esperando, y tú no podrás huir de él. No puedes huir de lo que eres. Tu destino está sellado.

El peso de sus palabras cayó sobre Lina como una losa. ¿Destino? ¿Alfa? ¿Qué se suponía que debía hacer con todo eso?

Su padre se levantó de la mesa, dejando a Lina sola con sus pensamientos. La situación era demasiado absurda, y sin embargo, sentía que algo profundo en su interior le decía que todo lo que acababa de escuchar tenía que ser cierto.

Su vida estaba a punto de cambiar, y ella aún no sabía si quería aceptarlo.

Esa noche, Lina soñó con un hombre lobo. Un ser imponente, fuerte y oscuro, con ojos intensos que la observaban con una mezcla de deseo y desesperación. Era el Alfa. Y aunque no comprendía completamente lo que todo eso significaba, algo en su pecho le dijo que la conexión ya estaba hecha, que su destino estaba marcado.

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