Alexander
Mía nunca había estado tan feliz.
No necesitaba que nadie me lo dijera. No hacía falta que los empleados de la casa mencionaran lo risueña que estaba últimamente ni que mi asistente insistiera en que su energía había cambiado. Yo mismo lo veía.
Desde que Luna había entrado en nuestras vidas, mi hija reía más, hablaba más y hasta comía con más entusiasmo. Su mirada había pasado de la resignación a la emoción en cuestión de días.
Y, maldita sea, no sabía qué hacer con eso.
La niñera estaba rompiendo por completo la estructura que con tanto esfuerzo había construido para Mía.