Luna
Mía estaba profundamente dormida, abrazando su oso de peluche con fuerza, con las sábanas revueltas alrededor de su cuerpecito. Su respiración era tranquila, acompasada, y de vez en cuando murmuraba cosas incomprensibles entre sueños.
Yo, en cambio, estaba sentada en el sillón junto a su cama, mirándola con la cabeza apoyada en la mano.
Nunca pensé que un trabajo que tomé por dinero me afectaría tanto.
Al principio, todo esto fue un reto, un juego para desafiar a Alexander y su ridícula manera de controlar cada aspecto de la vida de su hija. Pero ahora… ahora era diferente.
Mía me importaba.