La tarde caía lentamente sobre la casa. El aire era cálido, pero cargado de tensión, como si la brisa presintiera el choque de emociones que estaba por estallar dentro de esas paredes frías y decoradas con ostentación.
Mariana estaba en la cocina, removiendo con delicadeza una taza de té que ni siquiera pensaba beber. Su mente vagaba por rincones oscuros del pasado, por decisiones tomadas bajo presión, por dolores que aún no cicatrizaban. En ese momento, el sonido firme de tacones resonando sobre el mármol la sacó de su ensimismamiento.
—Mariana —dijo una voz fría y conocida—. Te dije hace años atrás que te alejaras de Andrés.
Valeria Londoño cruzó la estancia como si le perteneciera, como si su sola presencia bastara para exigir obediencia. Llevaba un vestido color marfil que acentuaba su postura altiva, su mirada era filosa, calculadora, y sus labios curvados en una mueca que jamás podría confundirse con una sonrisa.
Mariana respiró hondo. Ya no era la misma de antes. La Mariana sum