Maurice abrazaba a Agatha, y nada que la soltaba. Tenía su cabeza apoyada en el hombro de la anciana y ella le paseaba la mano por la espalda.
—Estoy bien, estoy bien –le decía, pero al parecer, no era suficiente; él no la soltaba—. Tu mujer se va a poner celosa—. Eso lo hizo reír, y al levantar la cabeza, le vio los ojos húmedos—. Niño tonto, ¿acaso me he muerto?
—Si no te cuidas, morirás, y no me verás llorarte.
—No me voy a morir.
—¿Qué voy a hacer si algo te pasa, ah? ¿Eres mi madre, se te olvida? –Agatha le puso una arrugada mano sobre la barba y sonrió.
—Gracias por dejarme cuidar de ti.
—No. No digas esas cosas feas. Suenan a despedida –dijo él volviendo a enterrar su cabeza en el hombro de Agatha, y ella miró al techo suspirando.
—Tranquilo, tranq