Candace entró a su habitación con los hombros caídos, mirando en derredor su preciosa habitación, pero sintiéndose miserable.
—¿Eres tú, Candy? –preguntó su marido, y ella hizo un sonido de asentimiento. Él estaba en el cuarto del guardarropa, seguramente.
Se sentó en el filo de la cama mirando al vacío.
No habían conseguido nada yendo a la casa de Abigail. El propósito había sido intimidarla como siempre hacían, acorralarla y obligarla a que retirara la demanda contra su padre. Todo había salido al revés.
Luego de ver a su hermana mayor con su marido, gimiendo de tal manera, recibiendo tales mimos y tales palabras de amor, cada una había salido por su lado; ni siquiera se habían vuelto a mirar las caras entre ellas, mucho menos hacerse un comentario.
Era chocante. La tímida tartamuda que se bloquea