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Abigail esperaba a su madre en la cafetería de la clínica donde el doctor John Frederick tenía su consultorio. Se arrebujó un poco con su chaqueta de lana, pues estaba siendo un día frío, y se dedicó a mirar lejos perdida en sus pensamientos. Hacía un mes había visto a Maurice, y los pocos instantes en que lo tuvo delante venían a su memoria una y otra vez. A veces para suspirar, hoy, para dejarla demasiado inquieta.

Los años habían pasado sobre él. Se veía mayor, aunque debía tener treinta y un años, pero sus ojos no brillaban, su sonrisa no era fácil, y había amargura en el fondo de su alma. Todo tenía una justificación, pero eso mismo no dejaba de preocuparla.

¿Cómo podría ella acercarse a él? Lo había intentado ya, pero había sido nefasto, él simplemente creyó que era su mujer muerta y había huido como se huye de una pesadilla. ¿Si se presentaba a su puerta, le atendería? ¿Si le pedía hablar de nuevo, la escucharía? ¿Se quedaría allí el tiempo suficiente como para que ella pudiera contarle tantas cosas que tenía por decirle?

No, no lo haría, concluyó. Estaba muy segura de ello pues, según su experiencia nunca nadie se quedaba con ella hasta que terminara de decir algo. El ser bonita de cara no la había favorecido nunca, todo lo que los demás veían eran sus defectos.

Y con Maurice ni siquiera tenía la ventaja del rostro bonito, él odiaba este rostro.

¿Tenerlo? Arthur alucinaba. Ella nunca podría tenerlo. No se había conseguido a hombres más corrientes y menos exigentes, mucho menos conseguiría a alguien como Maurice.

Una mujer se acercó y la miró con sus cejas elevadas. No era del personal del hospital, más bien parecía un paciente.

—¿Puedo sentarme aquí? –preguntó la mujer, y Abigail asintió mirando disimuladamente en derredor, y viendo que no había más mesas disponibles.

La mujer se sentó y puso en la silla de al lado varios paquetes y bolsas. Sacó de su bolso su teléfono y se dedicó a mirarlo y a escribir en él. Los minutos pasaron y ninguna de las dos pronunció palabra, y Abigail la miró un poco de reojo. No parecía enferma, más bien era joven, su cabello negro brillaba y ella parecía comportarse muy normal. Tal vez, al igual que ella, esperaba a un familiar. Miró hacia la puerta por donde debía aparecer su madre, pero nada que aparecía.

El teléfono de la mujer timbró y ésta se puso en pie tomando de nuevo sus paquetes y bolsas y se fue sin dirigirle de nuevo ninguna palabra.

Debía ser bonito tener una vida normal, suspiró Abigail.

Luego vio en el suelo un sobre grande y plástico que tenía el logo de un laboratorio. Quiso llamar a la mujer, pero otra vez, no le salió voz. Fue tras ella hasta la calle, pero para cuando la alcanzó, la mujer ya había subido a un taxi sin dejar de hablar por su teléfono. Abigail se quedó con el sobre en la mano y volvió a su mesa. Tal vez dentro hubiese un dato que le ayudara a saber a quién le pertenecía, y lo abrió con cuidado.

Leyó los datos y encontró que la mujer se llamaba Beverly Campbell, que tenía treinta años, y alguna rara enfermedad del corazón.

Si la mujer que se había sentado aquí era la misma Beverly, no parecía nada enferma. Sabía que las enfermedades del corazón eran graves, pues el padre de Arthur había muerto hacía poco por una. ¿Cómo podía esta mujer lucir tan jovial y tranquila?

Una idea se fue colando poco a poco en su mente, llenándola de una ambición nunca antes imaginada. Miró los papeles de resultados médicos, y aunque había allí varios teléfonos donde probablemente podría contactar a Beverly, decidió retener los papeles por un momento.

—Nos vamos –anunció Theresa llegando a la mesa, y Abigail intentó comportarse de manera normal. Llevaba el sobre de Beverly Campbell doblado al interior de su ancha chaqueta de lana. Theresa no la reparó mucho, y se internó con ella en el auto que las llevaría a casa.

Una vez en ella, encontraron bastante revuelo en la entrada. Abigail frunció el ceño al ver a su hermana Christine dirigiendo lo que parecía ser una mudanza.

—¿Qué… qué sucede? –preguntó Abigail.

—Tu hermana se viene a vivir con nosotros –informó Theresa, y la cara de horror de Abigail fue poética. Si los hijos de Charlotte eran terribles, los de Christine eran demoníacos, y sólo eran dos chiquillos de cuatro y tres años.

—¿Por… por qué?

—Porque su casa se halla en remodelación.

—¿Por… por cuánto tiempo? –Theresa miró a su hija con ojos acusadores.

—¿Te molesta que tu hermana se pase una temporada aquí?

—No, claro que no.

—Porque te recuerdo que tú también estás aquí de arrimada. No aportas un centavo, y no hay esperanzas de que te cases como para decir que es temporal—. Theresa se adelantó y entró a la casa, dejando a su hija con aquella estaca clavada en el pecho.

Paseó la mano por el sobre de laboratorio de Beverly Campbell tratando de consolarse a sí misma diciéndose que tal vez ella pudiera cambiar su situación. Tal vez.

Christine enseguida se apropió de la casa. Sus niños empezaron a correr persiguiéndose el uno al otro, peleando, haciendo berrinches y mucho ruido a todas horas del día, así que la casa perdió parte de su relativa paz. Y Abigail parecía la destinataria de la furia de estos dos chiquillos siempre. Si se peleaban con la mamá, le arrojaban a ella lo que tuviesen en la mano, y si por casualidad ella osaba dirigirles la palabra, le daban un puntapié y salían corriendo. Parecían horneados en el mismo infierno.

Esa mañana entró a su habitación, que permanecía intacta, gracias a Dios, y buscó en el fondo del cajón que estaba debajo del asiento de la ventana el sobre de laboratorio que hacía tiempo había robado. Cada vez era mayor la tentación…

—Le pedí esta habitación a mamá para Michelle –dijo Christine entrando y refiriéndose a su hija de tres años—, pero me dijo que a lo mejor el cambio te traía otro ataque de asma, y lo dejamos así—. Abigail la miró apretando sus labios. ¿Por qué se comportaban así con ella? Abigail nunca les había hecho nada malo, ni a ella ni a sus hijos. Por el contrario, por muy odiosos que fueran éstos, ella siempre había sido la querida tía Abby—. ¿No dices nada? –siguió Christine, avanzando unos pasos hacia el interior de la habitación, decorada en tonos verde y blanco. La cama era sencilla, pero estaba bien tendida y todo parecía muy organizado.

—¿Qué quieres… que te diga? —Christine se encogió de hombros. En el momento entró Theresa.

—Oh, estás aquí. ¿Cuándo llegará James?

—A la hora de la cena, naturalmente. Le estaba comentando a Abigail que tal vez necesitaría una mano cuidando de los niños este fin de semana, ¿y qué crees? La dulce Abby no ha puesto problema.

—¿Qué? –preguntó Abigail, horrorizada.

—Es lo menos que puede hacer, ya que no hace nada en todo el día –contestó Theresa con voz pétrea—. Es una lástima que no vaya a tener propios hijos a los que dedicarle su tiempo—. Abigail se puso la mano en el vientre rechazando por completo la idea, dándose cuenta de que, muy en el fondo, ella siempre había conservado la esperanza de tener algún día su propia familia.

Pero no tenía manera de decirle a su madre y su hermana que estaban equivocadas; tenía treinta años ya y ni siquiera había tenido un solo novio en su vida, difícilmente conseguiría un esposo con el que tener hijos.

Tenía que admitirlo; ningún hombre querría una mujer que no le ayudaría a escalar en esta alta sociedad que se devoraba a sí misma, ningún hombre querría ser avergonzado por alguien que más bien debía enorgullecerlos.

—Tal vez ella no ponga problema si le pido la habitación para Michelle –Theresa la miró interrogante, pero Abigail seguía pensando en sus pocas posibilidades de quedar un día embarazada y tener sus propios hijos.

—Mírala, pobrecilla. No sabe ni dónde está parada—. Abigail prestó atención entonces—. ¿Te molesta si le damos tu habitación a Michelle? –tragó saliva. Ahora mismo estaba viendo su futuro en los siguientes treinta años de su vida: ella cuidando de los terribles hijos de sus hermanas aun luego de que su madre hubiese muerto. Sola, consumida, deprimida.

No, antes vendería su alma al diablo.

Miró hacia el cajón donde tenía el sobre y apretó los dientes. Aquél podía ser, perfectamente, el contrato con el demonio.

—La vedad –dijo con voz decidida— no me importa lo que hagas con tu casa, mamá. Es tuya, después de todo—. Y dicho esto, salió de la habitación. Theresa y Christine se miraron la una a la otra mudas de asombro, y no se recuperaron lo suficientemente rápido como para replicarle algo.

Abigail se fue al enorme jardín a pensar. Tenía mucho que pensar. Mucho.

Por ser una persona que poco hablaba, por lo general, las cosas que decía siempre iban muy cuidadosamente escogidas, pero ahora había soltado casi un insulto a su madre y no había habido filtro entre su cerebro y su boca.

Miró hacia la casa y sintió algo fuerte y oscuro oprimirle el pecho. Ésta no era su casa, era su cárcel. Su familia había actuado como carceleros toda su vida, y ella estaba cansada. Se le estaba yendo la vida, la juventud, y no había vivido porque a su madre le parecía que ella era demasiado anormal como para algo así.

En una ocasión se había mirado al espejo y su piel ya no era tan lozana como antes. Los treinta marcaban un antes y un después en la vida de una mujer, y para alguien como ella, era ver a la muerte a la vuelta de la esquina, excepto porque sabía que no moriría. Su vida se alargaría tediosamente hasta languidecer y llegar inerme a ese día en el que finalmente le tuviera que dar cuenta a Dios por todo lo que había hecho.

¡Y no había hecho nada!

Mentir y engañar no estaba en su naturaleza, Dios lo sabía, pero no le quedaba otra opción. Si quería vivir, si quería salir de aquí, tendría que hacerlo.

Pensó en Maurice, en lo que ya había sufrido por culpa de las mujeres de su familia, pero el remordimiento no llegó a hacerle cambiar de idea.

Estaba decidido; lo haría. Y que Dios se apiadara de su alma.

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