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—¡A que no adivinas a quién vimos anoche en la gala! –exclamó Candace Chandler, la menor de las cuatro hermanas Livingstone sentándose en el mueble de la sala de su madre mientras ésta tejía algo, y mirando a Charlotte y Christine que conversaban en voz baja mientras tomaban su té y hojeaban revistas de moda. Charlotte la miró sin mucho interés; ella no había ido a la gala, y por lo tanto no tenía mucho que compartir acerca de ella.

—¿Al presidente de los Estados Unidos?

—No seas tonta, el presidente está de gira por Europa. ¡¡A Maurice Ramsay!! –al escuchar el nombre, Abigail levantó de inmediato la cabeza y miró a su hermana menor fijamente.

—¿Ese? –preguntó Theresa—. ¿En una reunión social? No me digas que… ¿piensa volver?

—No lo sé, pero eso no es lo peor. Llegó interrumpiendo la presentación de la orquesta, y buscando a adivina quién.

—Candace, no me gustan tus juegos. Di ya lo que tengas que decir –Candace sonrió con su hermosa y perfecta sonrisa, y Abigail la miró atenta, pero lejos de sacar a su madre y a sus hermanas de su incertidumbre, empezó a peinarse sus rubios cabellos con sus dedos.

Todas sus hermanas eran rubias, blancas y preciosas, de pieles delicadas y suaves. Iguales a su madre. Ella, en cambio, era pelirroja, de un rojo caoba rizado y rebelde que siempre debía llevar atado, y su cara estaba llena de pecas, y también sus hombros. Desde siempre, Theresa la había acusado por haber heredado los genes de su abuela, y la obligó siempre a permanecer a la sombra y usando sombreros grandes, con la piel llena de cremas; había tenido la esperanza de que sus pecas se borraran, pero no había sido así.

Abigail miró a su hermana queriendo decir: ¡por favor, habla!, pero se contuvo. Candace sólo estaba tejiendo la atmósfera adecuada para crear impacto.

—¡Estaba buscando al novio pobre de Marissa Hamilton! –siguió al fin. Charlotte elevó sus cejas.

—¿“Novio pobre de Marissa Hamilton”? ¿de qué hablas?

—¿Recuerdas que Simon le puso el cuerno a la Hamilton con una secretaria?

—Claro que sí, todo el mundo lo supo.

—Pues la chica se buscó un remplazo ya, y no es un hombre para nada de los nuestros. Viene de abajo. Eso sí, el maldito está guapísimo.

—¿Lo viste? –preguntó Christine.

—Con mis propios ojos. Tuvo el descaro de llevarlo anoche a la gala.

—¿Y Maurice fue allí a buscarlo a él? –Candace resopló, e ignoró que Abigail estaba tanto o más atenta que las demás a la conversación.

—Entró interrumpiendo a los músicos, como te digo. Preguntaba por ese tal David Brandon, el novio pobre. ¡Fue un escándalo! ¡Sobre todo por la forma en que iba vestido! Totalmente fuera de lugar, y acompañado de un chico que iba ¡igual o peor que él!

—Ese pobre ya está acostumbrado a los escándalos –las hermanas se miraron y rieron entre dientes, y Abigail las odió. No podía creer que se regocijaran en el mal ajeno, pero ya debía estar acostumbrada; estas sesiones de chismes se daban sin falta cada domingo. Las hermanas se reunían a tomar el té con su madre, traían sus hijos, y comentaban sin pudor ni temor los últimos escándalos.

—¿Hay alguien en casa? –saludó Arthur Gardner, un joven de más o menos veinte años y primo hermano de las Livingstone, entrando a la sala con su usual sonrisa, y al verlo Abigail sonrió, a la vez que Charlotte, Christine y Candace resoplaron muy poco femeninamente. Si Abigail avergonzaba a su familia por no poder hablar como los demás, Arthur lo hacía por ser terriblemente amanerado y amante de la moda femenina—. Sí, hay alguien –sonrió Arthur al verla, como si en la sala no hubiese nadie más y caminó a ella para besar su mejilla. Tal vez por ser los primos marginados de la familia, se entendían y querían entre sí—. ¿Y de quién hablaban cuando llegué? –Preguntó con tranquilidad, sentándose al lado de Abigail luego de haber saludado a su tía y cruzando la pierna. Charlotte y Candace se miraron incómodas.

—Tú estuviste anoche en la gala.

—Cierto.

—Hablábamos de la reaparición de Maurice Ramsay –Abigail miró atenta a su primo vigilando sus reacciones, pero él sólo frunció los labios y asintió con lentitud.

—Ya. Es cierto; mi excuñado apareció de nuevo en escena –dijo al cabo de un largo minuto en silencio. Charlotte hizo una mueca.

—Pensé que se quedaría para siempre en ese oscuro rincón en el que decidió esconderse todos esos años.

—¡Su aparición arruinará de nuevo nuestra reputación! –se quejó Theresa agitando su cabeza—. Todo el mundo recordará el escándalo, y nos veremos de nuevo implicados en ello.

—Todavía recuerdo lo que me costó convencer a William de que yo no era igual a la idiota de Stephanie –resopló Charlotte con rencor.

—Y James tuvo serias dudas de casarse conmigo. ¡Mi boda estuvo en peligro!

Abigail bajó la cabeza sintiendo ira. No se podía haber dicho nada más egoísta.

Hacía seis años, su prima Stephanie, la hermana mayor de Arthur, había sido asesinada mientras estaba con su amante. Habían sido hallados en el baño de la hermosa casa que habitaba con su esposo, Maurice Ramsay, y el escándalo se había desatado. Todo el mundo había compadecido a Maurice, algunos se habían burlado, y otros simplemente le tuvieron lástima. A Stephanie la juzgaron de puta, zorra y traidora, y con toda razón. Las Livingstone casi habían tenido que negar el parentesco con semejante mujer, pero era innegable que tenían relación de sangre; las primas eran muy parecidas entre sí, sobre todo ella, Abigail, que era igual de pelirroja a Stephanie.

—¿Das un paseo conmigo? –le preguntó Arthur poniéndose de pie y tendiéndole la mano. Abigail no lo dudó, y salió con él de la sala. Charlotte, Christine y Candace los miraron salir y luego intercambiaron una sonrisa.

—Dios los cría… —y luego rieron quedamente.

—Nunca conseguí que la dejara en paz –suspiró Theresa mirando a Arthur alejarse con Abigail—. Si no fuera porque es el hijo de mi hermana, ¡le negaría la entrada! ¡Mira que salir… así! –las tres hermanas ignoraron la diatriba de su madre, y siguieron mirando la manera de caminar de Arthur, más femenina que la de la misma Abigail.

—¿Lo viste? –le preguntó Abigail a Arthur. Era de las pocas personas con las que podía hablar sin tartamudear. Arthur jamás se había burlado de ella, jamás le había hecho bromas pesadas, como sí lo hacían los hijos de sus hermanas, y la consideraba inteligente y hasta guapa. Al escuchar su pregunta, él suspiró.

—Sí, lo vi, aunque de lejos y no claramente. Ya sabes, atenúan las luces cuando los músicos están tocando.

—Y… ¿cómo está? –Arthur se alzó de hombros.

—Físicamente, igual, creo… aunque ahora se deja la barba, lo cual le sienta genial. Pero su ropa… no sé dónde ha estado viviendo, pero me temo que no lo ha pasado bien—. Arthur miró a su prima con atención mientras caminaban por el jardín. Era igual de alta que él, su piel blanca y llena de pecas a él le gustaba. Conocía modelos internacionales exactamente así, pero que matarían a cualquiera por lucir de ese modo sin maquillaje. Abigail era guapa, tal vez con un par de kilos de más, pero no era nada que una rutina de cardio no quemara en unas cuantas sesiones.

—¿Quieres verlo? –Abigail lo miró fijamente con sus ojos muy abiertos.

—Yo… Yo… ¡no podría!

—Claro que sí. Sólo hay que averiguar dónde ha estado y…

—¡No! ¡No podría!

—Abigail…

—Ade-además –tartamudeó, síntoma de que se estaba poniendo nerviosa—, si me ve… me odiará. ¡Me odiará! –Arthur suspiró.

—Tal vez vuelva a desaparecer –dijo, encogiéndose de hombros—. Tranquilízate. Sin embargo, creo que es hora de cambiar por fin las cosas, sacar a la luz la verdad—. Abigail lo miró sin comprender.

—¿La verdad? –Arthur sonrió, la rodeó por los hombros y le besó los rojos cabellos.

—Mi querida prima, tengo una enorme deuda contigo, pero vamos un paso a la vez. Por ahora, intenta no dejarte hundir por lo que digan o dejen de decir esas brujas que tienes por hermanas. Intenta ser fuerte, más fuerte aún.

Abigail lo miró sin pestañear por largo rato, pero él simplemente sonrió y volvió a abrazarla.

Que Maurice Ramsay se hubiese atrevido a reaparecer en sociedad, aunque fuera en el modo en que lo hizo, era una señal venida del cielo, y él la había estado esperando con ansias todos estos años. Sin noticias de él, había sido difícil buscarlo y aclararle tantas cosas que él necesitaba saber, que él merecía saber. Ya era justo que dos personas que habían sufrido por tanto tiempo se reencontraran, y se sanaran el uno al otro las heridas.

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