En la modesta clínica, Álex soltó una respiración lenta y silenciosa, el peso en sus hombros disolviéndose en el aire estéril como niebla al amanecer.
Terminó la llamada con el tipo de calma que solo viene de la repetición: cada silencio después aterrizando exactamente donde había estado tantas veces antes, en las esquinas adoloridas de heridas viejas.
Ella siempre destrozaba la calma como si estuviera hecha de vidrio: cada palabra suya una chispa, cada conversación una tormenta.
Y aún así, alguna parte frágil y sin esperanza de él seguía esperando el día en que ella entendiera. El día en que el amor no se sintiera como una guerra.
Los problemas habían desgastado un sendero a su puerta tan seguido, que sus golpes ya no despertaban miedo, solo una familiaridad cansada.
Puso una mano sobre su pecho, sintiendo el latido silencioso bajo sus costillas, y susurró con una sonrisa tenue y amarga: —¿Aún resistiendo, eh? ¿Por qué eres tan malditamente terco, corazón?
Luego más suave, casi como u