Era la hora del almuerzo y el comedor estaba lleno. Denise servía una gran fila de hombres hambrientos.
Aunque aparentaba estar tranquila, por dentro maldecía a Saulo con todos los nombres posibles. Se sentía traicionada y engañada. Sus manos temblaban.
Odiaba haberse sentido como una tonta, sobre todo después de decir tantas veces que no toleraba las mentiras. Nunca le había exigido que formalizaran una relación, pero quería al menos sinceridad y evitar malentendidos como ese.
Después de terminar de lavar los platos, vio a Saulo entrar por la puerta principal. Una rabia, seguida de una oleada de adrenalina, le subió a la cabeza.
Sostenía una olla enorme en las manos, a punto de guardarla en el armario, y pensó seriamente en lanzársela a la cabeza al hombre, que se apoyó en la encimera de la gran cocina, llamándola.
— Denise, ¿puedo hablar contigo? — preguntó en voz baja, como si no quisiera llamar la atención de las demás empleadas.
— Estoy trabajando, ¿no lo ves? — respondió sin