Alicia y yo nos miramos, encogiéndonos de hombros con resignación.
Nos amarramos bien el equipaje al cuerpo, estiramos los músculos, buscamos el punto adecuado y nos preparamos para saltar.
Ricardo se alarmó.
—Esperen, ¿están locos? ¡La muralla tiene más de diez metros! ¿Van a saltar así nomás?
Lo miré con desprecio.
—¿No pensarás que a los miembros de nuestro escuadrón nos va a detener una muralla de apenas diez metros?
Decidimos saltar hacia el árbol junto a la muralla, y de ahí nos deslizaríamos hacia abajo.
Alicia y yo habíamos pasado por tantas batallas juntas. Una vez, rodeados por enemigos, tuvimos que saltar desde montañas nevadas de cientos de metros, cayendo de cabeza en montones de nieve, y solo nos hicimos heridas superficiales.
Esta altura era pan comido.
Pronto todo el escuadrón estaba abajo, solo quedaba yo. Me cargué el equipaje y me preparé para bajar, pero Ricardo me detuvo.
—Talia, espera, lo pensé mejor, antes tuve mala actitud. Cuando regrese, haré pública nuestra