La tarde caía con suavidad sobre los ventanales de la casa. Un aire dorado iluminaba cada rincón, dándole al ambiente una calma que parecía arrancada de un sueño. Alanna había pasado toda la mañana revisando informes y contestando correos. Se sentía agotada, dispersa. Desde que las acciones en la empresa de los Sinisterra se habían intensificado, su vida se había convertido en una constante carrera entre decisiones, planes y silencios pesados.
Cerró el portátil con un suspiro y se estiró en el sofá. Estaba sola en casa, o al menos eso creía.
—¿Alanna? —La voz de Leonardo, suave, le hizo alzar la mirada.
Él estaba en la entrada del salón, vestido con una camisa blanca sin corbata y un gesto misterioso en el rostro.
—¿Te puedo secuestrar por un rato? —preguntó con una leve sonrisa, esa que ella conocía tan bien, la que siempre significaba que algo tramaba.
—¿Secuestrarme?
—Prometo devolverte. —Se acercó y le ofreció la mano—. Ven conmigo.
Ella tomó su mano, confundida pero intrigada, y