Frufrú: Dejaste caer las llaves.

Ladeó la cabeza hacia un lado, su mirada analizando a tan extraña... criatura. Intentó convencerse de que nada de lo que veía era cierto, que quizá solo era una quimera de su agotada psiquis —culpó a la extensa jornada laboral— y que tal vez si cerraba los ojos y contaba hasta diez, aquella cosa desaparecería. No funcionó. Dio un paso hacia atrás, el pasillo desértico y en serio quiso correr al departamento contiguo y pedir ayuda a su vecino, pero sus piernas parecían no tener ni la más mínima intención de obedecer a su cansado cerebro.

—¿Q-qué cosa... eres? —preguntó, apenas en un mísero balbuceo. Las llaves cayeron al piso cuando la cosa-criatura se deslizó unos centímetros hacia él—. Eh, no, alto... No te me acerques.

Lo siguiente que supo fue que estaba corriendo rumbo al ascensor. Dio gracias a todos los Santos cuando las puertas se abrieron y pudo, a trompicones, ingresar. Lo último que divisó, mientras las puertas se cerraban, fueron los ojos diabólicos de la cosa-criatura.

(…)

Mantuvo un ritmo lento. Las calles iluminadas por las farolas mortecinas de luz naranja y solo algunos transeúntes vagaban de aquí por allá. No podía quitarse de la mente semejante cosa que creyó ver frente a la puerta de su departamento y, posterior a varios minutos caminando, logró convencerse de que nada de aquello fue cierto y culpó, nuevamente, al ajetreado día de trabajo.

Compró comida y emprendió el regreso al departamento. Recordó que había dejado caer las llaves y se maldijo por eso. Sin embargo, gracias a su protocolo extremista de cuidado, siempre dejaba una copia con el conserje del edificio y, ¡bingo!, el señor le dio la copia de la llave.

En el ascensor se cruzó con su vecina —una viejecita con un humor bastante peculiar, por no decir irritante. La saludó por mera cortesía y esta apenas lo miró. Se encogió de hombros y salió del ascensor, cargando las bolsas con comida. Una vez estuvo frente a la puerta de su departamento, se percató de que lo que vio antes (la cosa-criatura) no estaba; soltó un suspiro de alivio e ingresó.

Escrutó minuciosamente el entorno. La sala de estar se hallaba completamente revuelta y notó varios cojines —adornos inútiles del sofá— esparcidos por el piso, como si alguien los hubiese tirado a propósito. Rodó los ojos al recordar que fue él quien lo hizo por la mañana antes de salir hacia el trabajo porque no encontraba su teléfono y no, no era como si fuese despistado o algo por el estilo; en su defensa, anoche había estado tan cansado que se durmió en el incómodo sofá.

Negando con la cabeza, se encaminó hacia la cocina.

El departamento era bastante espacioso, mucho de hecho, pero era suyo gracias a los años de haber ahorrado y por fin comprárselo. Renegó de cualquier ayuda de sus padres, quería algo propio y que hubiese costeado por sí mismo y no, no era como si tuviese una mala relación con sus padres, todo lo opuesto, aunque a veces prefería estar lo más distanciado de ellos porque, bueno, no importa. La cuestión, todo se hallaba tal cual lo dejó y no tenía razón por la cual sentirse inquieto en su propio departamento.

Dejó escapar otro suspiro, se quitó el saco y lo colocó sobre el respaldo de una silla; aflojó el nudo de la corbata, dobló las mangas de la camisa hasta los codos y se centró en sacar la comida de las bolsas. Nada mejor que una buena ración de lasaña y una copa con vino blanco. Cuando terminó de acomodar, se dirigió con todo y bandeja hasta el living. Dejó la charola en la mesita para café, se desplomó sin elegancia alguna en el sofá y encendió la televisión, cualquier película o serie era una buena compañía mientras cenaba.

Todo marchaba de maravilla. Comió con ganas y bebió el vino hasta que —por el rabillo del ojo— vio una sombra deslizarse hacia el pasillo que conducía a los dormitorios. No era de sentir miedo, pero no supo por qué razón los vellos de sus brazos se erizaron de pronto. Aquello solo era producto de su imaginación o el cansancio jugándole en contra, sí, solo eso porque era completamente inverosímil que un enorme gato negro estuviera paseándose dentro de su departamento como dueño y señor.

Inhaló y exhaló hondo, controló con creces los nervios y se irguió del sillón. Frunciendo el ceño, comenzó a mirar cada recoveco del departamento. Sus pasos lo guiaron hacia el solitario y frío pasillo que conducía a los dormitorios y, ¿desde cuándo catalogaba de solitario y frío el pasillo? Dios, realmente se encontraba agotado, sin mencionar la copa con vino que bebió.

Abrió la puerta del baño, encendió la luz y nada. Siguió con el cuarto de huéspedes, lo mismo, nada, pero al abrir la puerta de su cuarto, vio al enorme felino saltar a su cama. Según lo que tenía entendido, los gatos no medían más de 25 centímetros de alto y entre 60 y 70 centímetros de largo, pero lo que estaba acaparando su cama era mucho muy grande. Debía ser solo una alucinación. No tenía un gato por mascota, imposible.

—De acuerdo, tú no eres real —habló e ingresó a pasos lentos a su dormitorio—. Eres solo un producto del agotamiento. Además, ¿cómo siquiera es posible que una cosa como tú haya ingresado a mi departamento?

«Dejaste caer las llaves, humano tonto».

—Oh, cierto, las llaves que... —calló.

Con horror, miró al enorme felino que comenzaba a masajear una de las almohadas. Su próxima reacción fue reír porque, en serio, nunca antes había tenido semejante alucinación. ¿Una sola copa con vino era suficiente para emborracharlo? Posiblemente o quizá no.

«¿Qué, porque te ríes? Los humanos son una especie tan extraña».

—No, esto... no es real —musitó entre risas—. Prometo dejar de beber vino con la cena, ser mejor persona y visitar, de ahora en más, de seguido a mis padres. Por ello, te pido Señor, haz que deje de alucinar, ¿sí?

Cerró los ojos, contó hasta diez y los abrió nuevamente. Una gigantesca bola negra estaba en medio de su cama, la cabeza apoyada en una almohada y orbes ictéricos lo observaban perezoso.

«Por cierto, no soy una jodida alucinación».

—No... No es... real —balbuceó—. Nada de esto está sucediendo y solo es el cansancio jugando con mi mente. Sí, eso.

«Sal de la habitación. Quiero dormir».

—Bien, regresaré a terminar la cena —murmuró—. Sí, todo es una mera quimera del agotamiento. Nada de esto es real y, bueno, es mejor que...

No terminó de hablar, salió del dormitorio y cerró la puerta detrás de sí.

Por mero impulso hizo la señal de la cruz y rezó un Ave María porque lo que vio y oyó, debía ser cosa del Diablo.

(…)

Lavó los platos y utensilios que utilizó y en todo el tiempo que empleó en los quehaceres domésticos, se olvidó completamente de la jugada absurda que le hizo su agotado cerebro.

Agradeció porque fue su último día de trabajo y tenía todo el fin de semana para descansar y dormir hasta tarde. Realmente dejó de dar relevancia a las habituales obligaciones mundanas y se adentró al cuarto de baño con la esperanza de que una buena ducha caliente sirviese como relajante.

Diez minutos después, todos los músculos de su cuerpo estaban completamente laxos; se vistió con un simple pijama, observó su reflejo en el pulcro espejo y notó en sus ojos el absoluto cansancio de una semana ajetreada. Necesitaba recuperar las horas de sueños que había perdido durante los días laborables y no, no era como si trasnochase, esporádicamente terminaba el trabajo en la comodidad de su living, todo por no quedar en la oficina haciendo horas extras y, ahora que lo pensaba, era ilógico lo que hacía porque perdía una importante remuneración que sin dudas sumaria a su sueldo a fin de mes, pero bueno, lo hecho, hecho estaba.

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