El viento aullaba entre las torres del castillo, arrastrando consigo el olor a salitre y ceniza. Mia se incorporó con un gemido y con los dedos aferrándose al borde del trono de ébano donde yacía desplomada. La sangre de su palma izquierda había formado un charco oscuro sobre los grabados lunares del asiento.
—¿Qué...? —Su voz sonó ronca, como si llevara días gritando.
Deimos cayó de rodillas frente a ella, con sus manos callosas temblando al sostenerle el rostro. Las facciones alrededor de sus ojos se habían profundizado en esas horas de oscuridad.
—Creí que te habías ido. —Susurró, y Mia no necesitó preguntar a qué se refería.
El eco de aquella presencia aún retumbaba en sus huesos, el castillo era un espejo roto de lo que había sido.
—Los Durmientes… —Señaló Alanys al cruzar el patio principal. —Mira.
Las estatuas de sal que una vez fueron guerreros celestiales ahora eran montículos blancos derretidos. Lukas, aun cojeando por su herida en el muslo, tocó una con la punta de su