Cap. 96 Eso no se borraba como si nada
Isabella no había cedido. No había alzado una bandera blanca sobre su derecho a estar ofendida, a sentirse traicionada. Ese derecho seguía siendo suyo, una parte inmutable de su verdad.
Pero también había permitido que otra parte de ella, la parte que nunca dejó de latir por Augusto a pesar de todo, se asomara. Había dejado que su corazón, ese estratega implacable que también era un órgano vulnerable, aceptara el amor de su marido.
No el amor idealizado del pasado, sino el amor de este hombre nuevo, roto y arrepentido, que había atravesado su propio infierno de estupidez y ahora estaba de rodillas, no para pedir perdón, sino para jurar lealtad.
Y ahí, en la penumbra de la suite, entre el desorden de la cena abandonada y las sábanas revueltas de la cama que no habían usado para dormir, se firmó un nuevo juramento.
No fue verbalizado con pompa. Se selló con la presión de sus manos entrelazadas, con la frente apoyada contra la frente, con el susurro de su nombre en sus labios: "Mi Bel