Para ir a un lugar sin fronteras, Isabel tenía que llevarse todo lo que había logrado por sí misma en su investigación.
Pero todos los datos y las muestras estaban guardados en el laboratorio. Para abrirlo, se necesitaban las huellas y la contraseña de ella y de Gabriel, ambos presentes al mismo tiempo.
No pasó mucho antes de que finalmente llegara su hijo Mateo, la carita empapada en lágrimas, el cuerpo agotado. Lo abrazó, lo cubrió de besos en la frente.
—Mateo, ¿quieres venirte conmigo?
El niño, con los ojos hinchados y entre sollozos, murmuró:
—Mamá… casi me voy al mar…
Solo tenía cinco años, pero ya entendía. Quien lo había llevado era el asistente más cercano de Gabriel. Isabel sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Ven conmigo, hijo… pero si lo haces, ya no tendrás papá. ¿De acuerdo?
El pequeño rodeó su cuello con los bracitos y asintió con fuerza.
—Donde vaya mamá, voy yo también.
Isabel lo tomó de la mano y caminó hasta la puerta del laboratorio, pero no importaba cuánto lo intentara: no se abría. A través del vidrio, miraba las computadoras y las muestras. Solo necesitaba aquella muestra, la que había desarrollado ella sola.
—Mamá, ¿qué hacemos? Si papá no está, no puedes abrir la puerta.
Recordó el día en que Gabriel le dio acceso. La abrazó y le susurró:
—Isabel, no me digas tu contraseña. Yo tampoco te diré la mía. Todo lo que hay aquí es lo más valioso de la empresa. Solo nosotros dos, al mismo tiempo, podemos abrirlo. Así, siempre estaremos unidos.
En ese entonces, Isabel creyó que su amor duraría para siempre, que siempre se necesitarían el uno al otro. Pero ahora comprendía que cuando el amor se acaba, todo se vuelve ilusión, mentira.
Al final, no pudo abrir la puerta. Subió al segundo piso con Mateo en brazos. Durante años habían vivido entre oficinas, hasta que llegó Camila y compraron una casa, comenzando a vivir como una verdadera familia.
Todo lo de la casa, cada objeto, lo habían organizado Isabel y Mateo mientras Camila no estaba. Isabel empezó a recoger sus cosas, las de Gabriel y las que había comprado para ella misma, incluso las joyas de pareja que usaban cuando se amaban profundamente.
—Este lo compró papá, ya no lo quiero. Este lo compró mamá, me lo llevo. Esta es nuestra foto familiar… ya no la necesitamos.
Mateo separó todo rápido en tres bolsas. Isabel lo miraba con los ojos llenos de lágrimas.
—Gabriel, ¿sabes lo inteligente que es Mateo? No dijo nada, pero ya entendió que lo dejaste atrás.
El niño se acercó y la abrazó. Con su manita le limpió las lágrimas.
—Mamá, siempre quisiste ir a ese laboratorio, ¿verdad? Siempre decías que el océano cubre tres cuartas partes del mundo y que hay que protegerlo. Eres la mejor, mamá. Ve y cumple tu sueño, Mateo te apoya.
Isabel miró una pintura en la pared, obra de Gabriel. Pintaba muy bien. Cuando Mateo tenía dos años, había hecho un retrato de los tres. Isabel se acercó, abrió una caja con pinturas y empezó a retocar algunos detalles. Mateo, emocionado, tomó su pincel y la imitó.
—Mamá, cuando aprenda a pintar, solo haré cuadros para ti. ¡Voy a ser mejor que esto!
Isabel sonrió y le acarició la carita.
Cuando terminaron de ordenar todo, Isabel llamó al servicio de basura para que se llevara absolutamente todo: la cama, el sofá, utensilios, fotos, recuerdos… todo. Incluso abrió un tarro de pintura nuevo y empezó a cubrir las paredes, una y otra vez. Poco a poco, la casa de doscientos metros cuadrados quedó vacía. Las paredes blancas ya no dejaban rastro de lo que alguna vez fue su hogar.
En la cocina, el medicamento que siempre preparaba para Gabriel había desaparecido, ni una sola pastilla quedaba. Después de un día y una noche de trabajo, Mateo se quedó dormido en el suelo. Isabel lo abrazó y lo llevó a la villa.
Al abrir la puerta, una nube de humo la golpeó. Sobre la mesa había varios cigarrillos apagados. Gabriel estaba ahí, con el rostro sombrío, los ojos rojos y cansados… parecía derrotado.
—Camila fue acosada en la universidad —dijo con voz grave—. Está llena de moretones y no tiene dinero para medicarse.
La miraba con los ojos cargados de resentimiento y desprecio. Isabel, sin apartar la vista de su hijo dormido, respondió con calma:
—Gabriel, si tienes algo que decir, no lo hagas delante de nuestro hijo.
Cuando intentó subir, Camila apareció en la escalera. Con bata blanca y el cabello largo sobre los hombros, se veía asustada, apretando la tela de su ropa.
—Isabel… yo no voy a molestar más al tío. No me mandes a estudiar afuera.
Su voz temblaba, casi un susurro, como la víctima más inocente. Gabriel se levantó del sofá y se acercó. Lentamente, apartó su cabello, dejando ver los moretones. Camila se hundió en su pecho, llorando.
—Isabel, los que me golpearon dijeron que los sobornaron para hacerlo. Tú me mandaste a esa escuela, confío en ti, sé que no fuiste tú.
Gabriel la miraba con frialdad.
—No tienes que quererla —dijo él, con la voz tensa—, pero ya sabes: mientras siga estudiando, es mi responsabilidad cuidarla. He cedido una y otra vez, pero tú sigues acusándola.
Su voz subió, sin importarle si Mateo despertaba. Isabel apretó los labios.
—El Conservatorio Real de Música es uno de los tres mejores del mundo. Si hubo acoso, ve a la policía, investiga tú. Pero basta de culparme.
Camila seguía llorando desconsolada.
—Isabel, perdóname… por favor, no me mandes tan lejos. Puedo quedarme en la escuela, no me iré. No me mandes allí… esos hombres me matarán.
Gabriel la abrazó con fuerza, rostro tenso.
—Hablamos en el estudio. Primero tengo que calmar a Camila.
Isabel, con el corazón hecho pedazos, subió las escaleras con Mateo en brazos.
—Mamá, ¿podemos irnos pronto? —susurró él.
—Sí, mi amor. Muy pronto.
Al llegar al pasillo, vio la puerta del cuarto de Camila entreabierta. Miró por la rendija… y lo vio. Gabriel la tenía contra la cama. Su mano se deslizaba bajo la falda de la chica. Isabel se quedó helada. Todo su cuerpo se tensó, el dolor la envolvió por completo.
"Gabriel… ¿así la estás cuidando?" pensó.