Al mediodía regresé a mi escritorio para recoger mis cosas.
El adorno de asteroide que estaba sobre la mesa era el regalo que Alejandro Rivas me había dado el año de su graduación, cuando me juró que yo era todo su mundo.
Sonreí con amargura, le di una última mirada y lo guardé en la caja junto con el resto.
Cuando estaba a punto de salir con mis pertenencias, Lucía Torres entró de repente con gesto preocupado.
—Perdón, compañeros. Parece que perdí el collar de diamantes que llevo puesto hoy. ¿Podrían colaborar en una revisión rutinaria?
En la oficina, de inmediato se escucharon murmullos.
—Yo vi ese collar esta mañana. La piedra era enorme, brillaba como ninguna otra.
—Creo que la directora Torres está siendo amable con sus palabras. Quizás alguien lo vio y no pudo resistir la tentación.
—¡Dios mío! ¿Entonces tenemos un ladrón aquí? Con razón mis galletas siempre desaparecían.
Alejandro acompañaba a Lucía y ordenó a la seguridad de la empresa cerrar las puertas e inspeccionar uno por uno.
Cuando me tocó a mí, dejé la caja en el suelo para que la revisaran.
Enseguida notó el adorno de asteroide encima de todo. Se detuvo un segundo, pero al final hizo que los guardias vaciaran toda la caja.
Los objetos cayeron con estrépito, y el adorno se rompió en pedazos. Se convirtió en basura, tal como nuestra relación de seis años: una vez rota, ya no podía repararse.
Los guardias revisaban cuando Lucía exclamó de pronto, cubriéndose la boca:
—¡Mi collar!
Todos se acercaron de inmediato, y sus miradas cayeron sobre mí, con dedos señalándome y susurros venenosos.
—¡No lo puedo creer! ¡Fue Mariana Álvarez quien robó el collar de la nueva directora! Si el subdirector no hubiera bloqueado la salida, ya estaría huyendo con él.
—Jamás pensé que Mariana Álvarez fuera así. Una cosa es la apariencia y otra el corazón. Todo por perder el puesto frente a la nueva directora llegada por nombramiento directo, y ahora resulta tan mezquina.
—Mariana Álvarez es demasiado mezquina. Resulta ser una ladrona de poca monta. Menos mal que ya renunció, porque de lo contrario me daría miedo compartir la oficina con ella.
Sentí que la sangre se me helaba. Yo no había tocado el collar. Durante el tiempo en que entregué mi carta de renuncia, alguien debió manipular mis pertenencias.
Con el rostro endurecido, Alejandro recogió el collar de diamantes de entre mis cosas. Su expresión era de profunda decepción.
—¡Mariana Álvarez! —bramó mi nombre con furia.
Vi cómo pisaba mis pertenencias, triturando con saña los fragmentos del adorno. Y en cuanto alcé la cabeza, me abofeteó con brutalidad.
—¡Discúlpate con Lucía! ¿Por qué robaste el collar que yo le regalé?
En ese instante, mi corazón se quebró del todo.
En sus manos estaba la joya millonaria para Lucía; bajo sus pies, el adorno barato que me había regalado a mí.
Las lágrimas me nublaron los ojos. Nada dolía tanto como esa bofetada de Alejandro, más que la incomprensión de mis compañeros.
¿De verdad no confiaba en mí?
Al no responder, me tomó con violencia y me arrastró frente a Lucía.
—¡Te ordeno que pidas perdón! ¡Explica por qué robaste!
En la mirada de Lucía destelló un brillo triunfante, aunque enseguida fingió preocupación y trató de tenderme la mano para ayudarme a levantar.
La rechacé y, con lo último de mi dignidad, me puse de pie sola.
Con lágrimas empañando mis ojos, pero la espalda erguida, le dije con firmeza:
—¡Yo no lo tomé! Aquí hay cámaras de seguridad, quiero revisarlas para probar mi inocencia.
Luego clavé la vista en Lucía y añadí palabra por palabra:
—Y además, un collar de diamantes tan vulgar jamás me ha importado.